Un temblor la recorrió, suave desde la sien al pecho. Sonrió
con ganas, como asumiendo que quedaban pocas risas. Dibujó un arco y unas
líneas sobre la pared gris de su vida. Le puso el color del ámbar, de la
amatista, de la aguamarina. Tiznó con carbones sus ojeras marchitas, sombreando
bordes y trazos con arte desgarrador, tremendamente expresivo, ahondando en sus
emociones azuladas.
Mientras el arte fluía, casi histérico de sus manos tristes, delgadas, casi solo una sutileza, algo etéreo, su pensamiento cabalgaba salvajemente por las mareas de sus ganas de correr libre. Su avidez de libertad era tan fuerte que le dolía en los huesos jóvenes. De golpe, la locura, la manía de la perfección, naturalmente inalcanzable la atacó. Loca, tachó todo el arte que había vertido en su pared, arruinando la obra, llorando rabiosa, histérica. Otra ola de sentimientos encontrados, otra marejada de confusión emocional. O soy feliz, o todo se me escurre de las manos como gotas de arroyo. Siento que, o bien respiro la luz y ella me ilumina, o bien alguien desliza un paño sobre mis ojos, opacando mi futuro, mi proyección.
No te preocupes, ya no le des más vueltas, le habían dicho.
Está todo bien, es un momento, le susurraron entre sollozos compulsivos. No
llores, ya no sé que decirte, Helena. Basta Helena, ¿no te das cuenta que estás
pintando hermoso? No ves que el sol está ahí, sobre esa lomita. Que hay
pastito, que hay árboles y una fresca luz sobre el agua. Estúpida, si, ya sé,
soy una estúpida. Basta Helena de decir así.
No.
No me detengo. La pintura emana de mi mano, pero mi
pensamiento emana de mi pena. Soy un penar, un lamento boliviano vagando por la
estepa montañosa de mis desiertos interiores. Soy el resto de una gloriosa
marea que trajo peces pero que nunca más regresó. Pinto porque sé pintar, no
porque sienta que pinto. No me fluye más el ser en la pintura, no estoy
vertiendo mi Yo ahí. Quiero poder beber mis lágrimas, sería como beber mi
espíritu diluido, los vestigios que dejó esta guerra emocional que me desbarató,
igual que se desbarata un plan maligno, o un castillo de cartas. Cómo me
gustaba hacer castillos de cartas. Naipes le decía el abuelo… si será gallego.
¡Basta Helena! ¿Basta qué? ¿Qué mierda es basta? ¿Es que en tu hartazgo no ves
que me estoy desgarrando, que me lleno de la basura tuya, de la de él, de mi
propia basura? ¿No ves que estoy tratando de construir una pared con mi
espíritu pero lo bebí en mis lágrimas, y era tan puro, tan hermoso que lo
vomité, hasta la última gota? ¿Qué ahora mi cuerpo, vacío, pura cáscara, hojas
de otoño, ya no soporta ni siquiera la sombrita, ni siquiera la sombrita más
chiquita, de lo que yo quise ser? Soy el epílogo de una novela de terror,
escrita por el más inepto de los escritores. Helena, basta, lo suplico.
No me pidas que pare. Paré cada día de mi holgada vida, tan
llena de vacío que me echo a temblar si la pienso. Tan llena de seguridades y
de cosas hechas, de plástico, tan llena de plástico que quiero llorar agarrando
mi panza si la pienso. Porque es tan pero tan puta la vida que tuve, que ahora
estoy pintando, semidesnuda, cosas que jamás las sentí realmente nadando en las
frambuesas de mi sangre, en mi torrente más ígneo.
Necesito la libertad negada, la inseguridad total, absoluta,
el miedo que da valor, ese que te enfrenta a tu montaña; quiero pintar y saber
que lo que hago es una línea que expresa seguir, no un límite triste que
expresa parar.
Quiero beber mis lágrimas hasta saciar toda la sed que tengo
de mí misma, porque solo así me voy a entender un poco más.
Es un viaje me fascina este escrito, se ven los colores, se percibe el estado de ánimo de Helena en cada palabra.
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