El
mundo que no veía era el que la había atrapado. Era tan fugaz, que ni siquiera
sospechaba de su peso, o su textura. Eran unas rejas letales, que anidaban
dentro de su ojo, pero se expandían cubriendo toda su persona. Ella, débil y
sumisa en su fragilidad, tenía todos los tintes del otoño. Su pelo anaranjado, como hojas secas de ñire;
sus ojos transparentes como un río helado; su piel dócil y porosa como la
arcilla en la laguna; y su sien firme pero dúctil como el aire corriendo por
los riscos.
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