martes, 11 de septiembre de 2012

El jaguar y la moneda

Hambriento, el carnaval arrasó con todo. Las guirnaldas y piñatas taparon la incertidumbre de la gente. Señoras glotonas y señoritos nerviosos tropezaban con los tablones que los separaban de payasos y adivinos de feria.
En el medio del tumulto, una niña de ojos verdes, pelo café y vestidito celeste, halló una moneda. En su mano se encontraba enorme y pesada. Contempló lo que ya intuía hace un rato: aquella feria largaba una alegría demasiado asoladora para una niña tan frágil como ella. Guardó la moneda y se dirigió a la carpa de su padre, el ilusionista.
Cuando entró, el espectáculo ya había comenzado. Hoy tocaba “La caminata por la jungla”. Se asomó por entre el público y al instante su padre la reconoció y le guiñó un ojo. Los primeros helechos y rocas húmedas ya estaban construidos, y comenzaban a saltar las ranitas rojizas. La niña de ojos verdes se divertía más mirando las caras de la gente, que la ilusión creada, que conocía de memoria. Algunas personas abrían tanto los ojos que parecían querer que las lianas les atravesaran las pupilas. Otros, desconfiados, buscaban el aparato que proyectara todas esas imágenes. Mientras tanto el ilusionista ponía toda su atención en aquel tucán que se abría vuelo hacia un atardecer violeta. La postal era hermosa. Había todo tipo de escarabajos, lagartos, monos saltarines y hasta un jaguar. Todos desbordando casi el escenario y rozando a la gente.
Como era la rutina, uno del público fue invitado a subir. La caminata por la jungla corría sin riesgos para el joven desgarbado que, a pesar de caminar entre fieras amenazantes, sabía que nada era real. Aún así cada tanto pegaba un salto cuando unos colmillos de pantera lo asustaban, y la gente maravillada aplaudía.
El creador de todo contemplaba satisfecho. Su selva ya estaba terminada. Mientras el invitado intentaba en vano agarrar unos hongos naranjas, aprovechó para mirar a su hija, que jugaba con una moneda. Y así como de pronto en ese mismo instante, ocurrió algo inusual. El jaguar que había estado distraído clavó los ojos en la moneda de la niña, desobedeciendo al ilusionista. Sus pelos se erizaron y comenzó a avanzar hacia ella, como hipnotizado. El mago percatado frotó sus manos intentando detenerlo, pero ya era tarde: se había vuelto real. La gente se divertía tranquila con la variante del espectáculo y el invitado estaba ya excitado, hasta que un rugido punzante mostró la realidad a todos, y cortó en seco la calma. Entonces el caos llegó a la carpa en un revoltijo de gritos, banquetas y abrigos. El jaguar seguía su trayecto hacia la moneda cada vez más enfurecido. El ilusionista que ya había comprendido que su creación había tomado rienda propia, corrió hacia su niña de pelo café, se la guardó bajo la manga y salió afuera entre el pánico desenfrenado de su público.
Una vez que el jaguar consiguió poner la moneda ante sus ojos, la carpa ya se había vaciado. Abrió sus fauces, tragó la moneda de un saque y volvió a poner sus pelos de punta. El padre y su hija estaban afuera a una distancia prudente para poder observar. Las personas asustadas estaban ya lejos rebotando por ahí. Entonces el jaguar lanzó un último rugido y se desintegró, volviendo al mundo de la ilusión.
Y aunque un poco asustada, la niña del vestidito celeste recuperó el colorado de sus mejillas. La muestra de rutina no había sido tan aburrida después de todo.
El carnaval alimentaba nuevos muñecos desesperados.

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