domingo, 19 de abril de 2015

Francisca

Ilustración: obra de Nahuel de Vedia
  Jeremías nació por octubre de 1992. Ya desde tierno bebito había sido un caso extraño para sus padres y para todo aquel que lo conocía. Jeremías balbuceaba con patrones rítmicos precisos, tosía con síncopas inexplicables y sólo paraba de llorar cuando alguien tenía el buen tino de poner algo de música en la radio de esa casa ruidosa y familiera de cuatro hijos.
  Cuando cumplió diez años, sus padres lo embarcaron en una sucesión interminable de médicos y profesionales. A Jeremías se le había desarrollado una malformación: justo debajo del brazo derecho, estaba naciendolé una guitarra, y una muy buena, como afirmó preocupado el padre, que sabía algo de esas yerbas. Cuerdas, mástil, clavijero, puente..., enterita enterita le estaba saliendo. Claro, Jeremías no se anduvo con vueltas y decidió aprovechar la atípica situación. Desde ese momento no dejó ni un minuto de tocarla y siguió con sus hábitos musicales en las toses, la respiración, el habla, los ronquidos y todo lo demás que pudiera ser musicalizado.
  Siempre lo ves, ahora, toqueteando cosas, arrancando armónicos de acá, armónicos de allá, robándole música hasta a los zapatos viejos. La gente queda estupefacta cuando lo ve abstraído, golpeando rítmicamente una biblioteca o incluso arrancando sonidos de una pava vacía; resulta ciertamente desconcertante, más cuando uno escucha las explicaciones: no, estaba tratando de ver las resonancias en distintas cosas (!!).
  Asombroso fue también cuando, más adelante, del otro brazo le nació un bulto nuevo que después se comprobó que se trataba de un bajo eléctrico. Y la cosa no paró ahí. Poco tiempo después, del pecho salieron en el plazo de uno o dos años, un charango y el piano marrón oscuro, ése que gracias a la oportuna cirugía que se lo extirpó y le salvó la vida, ahora puede ostentar en su casa de Buenos Aires. 
  Jeremías no sólo se inundó de música: paralelamente se construyó un mundo de poesías y reflexiones, un mundo de eterno niño asombrado. Siempre está diciendo por ahí, con su buen humor a flor de piel, o cuando se encuentra absorto, ensimismado: el fondo de mí es lo que estoy analizando; o como quien abraza una situación irremediable, constata con irreprochable racionalidad científica: lo que es, es. Quién mejor que él lo sabía, que había aprendido a vivir con los instrumentos encarnados en su ser, ¡que hasta él mismo era un instrumento de alguna divinidad pagana de la música! Y así siguió creando Jeremías, sonidito más sonidito, síncopa que va, corte-corte que viene, estribillo y cantata, coro y tocata, lírica, poesía y qué se yo cuánta cosa más. 
  Sin embargo -y en esto no tengo ni la menor duda-, dicen que la mejor música siempre es la que se hace de a dos. Para el tiempo en que Jeremías era más música que hombre, conoció a Juana y  sintió el amor. Jeremías compuso su mejor canción con ella, con Juana. Y le pusieron de nombre: Francisca.

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