domingo, 11 de enero de 2015

Flores al fin

Todavía no habías brillado
así, como por el huequito de la ventana.
Como sabiéndote perseguido, como saltando
así, casi un relincho galopante
en el medio de la pampa.
¿No habías cerrado con el pestillo, acaso?
¿No habías notado los olores a
alcánfor?
¿Violetas? ¿Flores al fin?
Supongo que tampoco diste importancia al charco de lágrimas dibujando una sonrisa roja de vida.
Es que todavía no habías regresado a la melodía, y sin embargo ella te llamaba, aunque ya se había empacado de tanto esperarte retornar; capcioso, vos, ¿eh? ¿Saltaste todo este tiempo?
¿No o sí? Porque esa negación, casi imperceptible que acostumbrás a hacer, es tan opuesta a la afirmación que hay en tus ojos, que me confundís. ¿Sí o no?
¿Acaso no somos solo eso: niegafirmaciones? ¿Acaso no somos olor a alcánfor y violetas flores al fin? ¿Acaso no esperamos siempre que ese saludo inesperado ruede hasta nuestras mejillas, siempre protagonistas, siempre entre bambalinas, como expectantes?
El caso, nublado o soleado, es que ya la luz te había ido avisando que no te quedaba mucho ratito. Quizás ahí fue cuando pifiaste. Debiste haberte ido cuando pudiste.
Pero no. Tozudo como mula, pero con el atolondramiento de una potranca.
Herido en tu orgullo. O sea, más peligroso, al fin de cuentas. Letal, de hecho.
¿No podías ser paciente, cauteloso? ¿No vale nada cada segundo dispensado a no precipitarse así, torpemente?
¿No te duele como abrojitos chiquititos chiquititos, el haber sido tan apresurado y drástico? ¿No tenés, acaso, ese dolor, como quiste venenoso, detrás de los ojos?
Como vos dijiste: este quiste, detrás de los ojos, es el que no me está dejando ver.
Si, así es. Ni ver, ni tampoco te está dejando mostrarte.
Tal vez hayas olvidado que los ojos son el camino más corto al alma. Pero no deja de ser así porque vos lo olvides. No hagas tampoco eso, no intentes despojar de existencia a los entes, mediante tus deliberados olvidos. Es ponzoña. Es como contar estrellas: imposible y eternamente infinito. Y también algo iluso.
¿Y qué hay de tu luz, cadáver exquisito, blancos ojos blancos? ¿Y el color? ¿Por qué esa evitación ciega y casi irreflexiva? Me recordás al mozo de aquel café. Gris y apergaminado, con olor a cigarrillos y whisky barato. Una perfecta pieza poética de la melancolía. Hermosa obra de arte, sí. Dolorosa, artística. Pero para mirar y pensarla, no para serla. Qué laberinto debiera ser cada arruga de esa cara. Cuánto dolor. Y cuánta costumbre. Vos casi ni te atreviste a mirarlo.
Además, ya tardecito, creíste poder hacer un mosaico de mascarillas para forjarte una nueva cara. O identidad, no sé. Quisiste ser un poco todos y sos ninguno. Te encandilaste con la totalidad y te perdiste irremediablemente en el pensamiento de la mismidad. Apenas una parte.
¿Cómo te salís de ahí, ahora?
¿Cómo pensás ser y no, efímero de lo efímero, sólo parecer?
Como desinflarte, así, mansamente, y dejar que las leyes de la física hagan el resto.
O cerrar las hojasojos y abrirlos siendo árbol en proceso de fotosíntesis, lleno de luz dulce y clara, levemente siendo, así, como un resplandor eterno.
Ya ni sé. ¿Acaso fue que no supiste llorar a tiempo? ¿Acaso la fe en la sed verdadera te apagó aquel vómito insidioso y expansivo?
¿Podés ser? ¿Podés, por favor, ser todo aquello que, en tu inasible levedad, sos? ¿Pero escupiendo los restos arrancados del quiste de detrás de tus ojos inundados de niegafirmación? ¿Sí? ¿Para ver y mostrarte, así, abierto, como feliz? ¿De ser eso y no otra cosa? ¿Y aceptando también el devenir?
¿Cantando claro y bajito, como susurro, como hermosamente íntimo, para vos y sólo para vos, en tu callada somnolencia murmurada: soy constante cambio pero siempre siendo, nunca dejando de ser ni dejando el ser? ¿Querés? ¿Dale que sí?