miércoles, 15 de abril de 2015

Lo sublime y la mar

Lo sublime siempre parece alcanzarnos, con cierta intermitencia, como esos días de sol tibio en pleno invierno nevadito. Una de las tantas veces que me llegó -me acuerdo- fue con su nombre,  maestro. Aquel primer vistazo fue impacto y salpicón, como quien conoce por primera vez algo divino. Que sí, que fue así; en realidad fue exactamente eso.
Conocí la síntesis del espanto, el horror y la tristeza profunda, con la dulzura, la ternura, la belleza poética de tu melancolía. Mixtura delicada y entretejida de tiempos, cuentos, historias de penas y lagrimones remojados al sol. La función del arte/1 fue uno de interminables chispazos y baldazos de agua fría a mi cabeza y mis ojos -y con retornos recurrentes-.
Recuerdo lo sublime en la sencillez del artículo femenino para “mar”. La mar. Así sonaba vasta y hermosa, misteriosa, profunda y azul. El mar, como con límites; la mar, así: como infinita.
Toda una tarde derramé tus penas que me convidaste en tus páginas y letritas, y fue mucha belleza y mucha tristeza juntas. Podría haber seguido leyendo horas, por lo absorto que me sentía, pero el alma me pidió un descanso, por lo fuerte de los múltiples significados (o también: por lo múltiple de los fuertes significados).
Lo sublime, también, es que alguien te sensibilice, te haga llorar y te recuerde el gusto a sal en los labios resecos: son ricas las lágrimas, ¿qué no?
Algún otro día -en realidad recuerdo con precisión de cirujano qué hora, qué día, que mes, pero es un secreto- le leí aquel retazo de lo sublime a un otro retazo de lo sublime, con forma de mujer, con forma de Luciana. Se lo leí despacio y acompasadamente, porque ese decir escrito sobre la mar me parecía profundamente hermoso, como ella me parecía profundamente hermosa, y no podían más que combinar y llevarse muy bien: el relato y ella, ella y mi voz relatandolé el relato, el relato y yo fusionando esas dos hermosuras (la suya y la del relato).
Dejé ese libro en sus manos, un divino abrazo en la piel y ojos de otoño. La quise abrazar para siempre así, calladito pero lleno de mensajes reflejados sutilmente en ese libroabrazo, de tiempos e historias.
Lo sublime es que se tradujera el abrazo en libro y lo dialéctico de que el abrazo del libro fuera abrazo de piel; lo sublime, también, es que encontrara la mar en forma de mujer, en forma de Luciana, y amara al escritor por haberme sugerido -sin jamás saberlo, sin jamás sospecharlo, o tal vez sí- lo profunda, azul oscura casi negra, fresca, salada, hermosa y llena de vida que era ella: la mar-mujer.
Lo sublime, a lo mejor, es que él, Galeano, me ayudara a mirarla a ella, la mujer, la inmensa mar.

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