viernes, 14 de septiembre de 2012

Dedos

Fue súbito, inesperado, pero letal. Un día comencé a pensar con los dedos. Tanto usarlos para escribir, para pulsar las cuerdas de mi guitarra y para escarbar entre las estrías montañosas de los recuerdos que empecé a pensar a través de ellos.
O mejor dicho, ellos comenzaron a pensar por mí. Cobraron una fuerza propia, un poder de decisión, de razonamiento inverosímiles. Me cercaron entre todos, se dieron vuelta y me señalaron, me rasguñaron la cara, me clavaron sus odiosas uñas en el rostro y me arrancaron los párpados. Quedé ciego mientras mis dedos me atacaban y me pensaban. Porque ahora ellos eran los que tenían completo domino sobre mí y mi mente era un torbellino descarriado que solo percibía sensaciones táctiles, porque eran ahora ellos, Los Dedos, los que veían por mí, y lo que veían era mortal, era sanguinolento y feroz. Y me atacaron salvajemente, poseídos por una ira, un odio impropios de mi mismo cuerpo. Ellos me veían, me sentían, y no eran yo. Las cuerdas de mi guitarra saltaron, hechas jirones de nylon y metal y la madera se astilló, mientras Los Dedos, sistemáticamente destrozaban todo lo que yo amaba: mis discos, mis plantas, mis instrumentos, mis escritos, hoja por hoja, memoria que fluye hacia el ocaso del olvido. Y cuando ya no quedaba nada por deshacer, porque todo era obra de ellos, cuando ya todo era un vano recuerdo espeluznante de la rebelión de mis dedos, ahí en ese instante de tensión, de expectación, mis dedos me arrinconaron contra una esquina de mi habitación y se cerraron en un último segundo definitivo, sobre mi garganta, que no cesaba de aullarles a las injusticias de los cuerpos desnudos.

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