Evaristo fue quien decidió que no iba a trabajar mas en la fábrica. No fue una de esas decisiones que se toman a la ligera... Lo estuvo meditando toda la semana; en el baño, en el mate de la mañana, en la parada de colectivo, en el tren mientras el traqueteo de la antigua maquina se fundía con las ajenas charlas que lo rodeaban.
Fue a la mañana cuando dejó el trabajo, presento su renuncia, y sin mas se fue, se fue, se fue.
Se fue a donde nunca había ido, a navegar en lo mas profundo de su mente, a fundirse entre los brazos de la madre naturaleza. Tomo el primer colectivo que vio, casi en trance. Recorrió las mismas calles que había recorrido a lo largo de su vida de obrero, pero ahora era diferente... estas calles ya no conducían al encierro, al humo y a la opresión; conducían a la libertad, su libertad.
Después de un indeterminado plazo de tiempo, llegó a la estación de ómnibus, entro por la puerta corrediza como el resto, buscando lo mismo que todos los que entraban y salían de ese lugar: Destino.
Sur, norte, este, oeste... Posibilidades infinitas, mundos paralelos, destino y mas destino. Fue Villa la Angostura quien fue elegido por Evaristo para portar su futuro. Una tierra fresca, natural, con espíritu joven y sin fábricas.
Esperó unos interminables 5 minutos, sentado junto al rebaño en los asientos en mal estado de la estación, observando los detalles de las personas. El tic del señor de la derecha, el pie chueco de la vieja de al lado, el mal aliento de la chica del frente. Dieron las 2:15 cuando la voz arenosa del altavoz convocó a Evaristo a la parada numero 5. Subió sumisamente con su mochila gris, sigiloso e imperceptible. Durante el viaje no hubo nada pertinente, solo paisajes vacíos y algunos pueblos de ruta, de esos en los que uno para a cargar nafta y a usar el baño.
Cuando llegó a Villa la Angostura, la "aldea de montaña" deslumbró sus sentidos. Arboledas que escalaban las montañas buscando la inalcanzable cumbre, aire fresco y puro, cielos azules delineados por algunas nubes esponjosas, el sonido de la fauna en los oídos de la gente, calles de tierra, y lo mas sorprendente para el porteño Evaristo; interminables lagos.
Cuando finalmente bajó del colectivo y tuvo el primer contacto con esta nueva tierra, ese especie de trance en el que se encontraba desde ayer a la mañana, desapareció. Sus pasos que antes se deslizaban por el suelo, ahora ya tenían su peso regular. Cierto fue, que la estación lo desanimó un poco, pero las montañas lo reconfortaron.
Busco un hostel en el cual hospedarse. No necesitaba mas que una cama, un baño y algún lugar donde complacer al estómago. Encontró un lugar a buen precio, donde la mayoría de los clientes eran veinteañeros en busca de risas y felicidad. Fue a su nueva habitación, se duchó y meditó un par de minutos sobre que iba a hacer ahora que finalmente era libre. El resto del día solo dio lugar a una larga siesta y a una sopa instantánea.
A la mañana, junto a su fiel mate, recorrió de arriba a abajo la cocina compartida.
De repente, le cayó la ficha. Su nueva verdad lo asustó.
Estaba solo. Sin darse cuenta, su prisión no había sido ni la fábrica ni la ciudad, sino su soledad. Fue su soledad quien lo aisló y lo puso en su contra, oxidó su mente y acortó su vuelo.
La soledad lo había seguido cientos de kilómetros, y lo seguiría mil de ser necesario.
Evaristo se dio cuenta que su libertad no era nada, si no tenía con quien compartirla.