lunes, 8 de abril de 2013

Titiritero


¡Nena! Detén ya esa absurda melodía; ¡Ah!, si tan solo tus labios se volvieran contra esa muralla implacable y la redujeran a ceniza y polvo.
Nena, solo calla y mira el atardecer. El ocaso de todo, de nosotros mismos. Se pone el sol, se cierran los pétalos y las nubes pierden su cromatismo. Vuelven al aburrido gris y los naranjas, rojos, amarillos y violetas huyen despavoridos del mundo.
¡Nena, suelta ya la canción!, descansa en mi regazo, y sueña un sueño despacito. Observa la claridad lunar y toma mi mano, lento. Estamos acá, parados en la vía del Sol, nena, cuando los cíclopes y los gigantes yacen exhaustos entre huesos de montaña y piedras antiguas. El galope de los caballos salvajes choca contra tu sonrisa y las ondas se dispersan ambiguas en torno a mí. Nena, oh, nena, ¿qué es lo que ven tus ojos más allá?
Cuéntame, otra vez cómo hace tu piel para desnudarme sin tocarme, viajar por mi esófago, caer aturdida en mi interior y revolver entre tanta carne y membrana, tanto monstruo suelto, tanto fantasma errático. El Caos.

Hojas y ojos. Hojas y ojos. Hojas y ojos. 
Hojas y hojas de letras, de notas, de pentagramas, de ideas, de colores y pinceladas. Hojas. 
Ojos y ojos que leen, redondos, alargados; ojos orientales, ojos azules y verdes y marrones, claros y oscuros. Ojos. Y también labios, sonrientes, callados, pasivos o seductores, curvados o apretados en fina línea de amargura. Toda la esencia que no existe, que siempre cambia, el imposible caos del universo atado con cadenas a las manos del titiritero, que no
se las puede arrancar, que no puede ser otra cosa que titiritero.

“¡Rayos y centellas!”, clamarán los capitanes de los navíos. “¡Carajo!”, los revolucionarios mexicanos y “¡Cuidado, chico, una bala!”, los cubanos. “¡Santo Cielo!”, suplicarán los viejos eclesiásticos en sus rediles oxidados. “Duérmete niño”, entonarán dulcemente una madre y su canto mientras mece despaciosamente los cabellos de su sangre.

Y todas las palabras se entrelazan con la mágica danza del decir, del pedir, del implorar o constatar, y juntas, hechas trenzas de palabras y de ideas se mezclarán poderosas con los eslabones de las brillantes cadenas, las esclavizadoras del titiritero dormido, del que olvidó la rebelión de los cuerpos desnudos. El titiritero mirará azorado cómo la trenza de ideas y palabras amenaza con destruir no solo lo que lo encadena y obliga a actuar, función tras función, eternamente, sino también su único mundo conocido y casi al borde de la histeria, tratará de incendiar los cabellos de ideas… , pero se detendrá asombrado cuando observe que la trenza, la misteriosa trenza de palabras, de cantos y avisos, es tan bella como la vida misma, como el Sol en el atardecer, como los ojos y los labios tuyos, nena, y cuando se detenga en ese detalle, sonreirá contento y mientras tanto, la trenza inclemente reducirá cualquier cadena a metales retorcidos y achacados por la fuerza de la palabra.
Tanta y tan poderosa será la liberación, que el titiritero y su  alegre nariz de payaso, el invencible, el feliz contador de cuentos, el actor de anillos planetarios, correrá loco de asombro, por los bordes del infinito, y estallará en consonancia con las supernovas y los cometas que lo precedan.

La gota, la mismísima gota que rebalsa el vaso, el canto de una madre “duérmete niño”, la caricia suave y la risa del niño dormido, que quizás sueñe ser un gorrión, o quizás un cometa…
O quizás, y es una mera suposición que no tiene nada de probable, pero sí de bello, quizás sueñe que es titiritero libre que corre loco por los prados de mil galaxias.
Buscando a la nena, la dulce nena, que poco habla, pero mucho dice.

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