Entré al aula de música entre resignado y aburrido. Después de quince años de laburo, no es fácil disfrutar de las mismas piezas musicales una y otra vez. Sin embargo ese día mis estudiantes, según el programa, tenían que analizar una obra que jamás me canso de escuchar. Ese pensamiento me cambió un poco el humor y saludé con una sonrisa tranquila a los chicos. Después de unos minutos de charla, puse a funcionar el equipo.

Finalmente terminó de sonar el Movimiento y el silencio delató un sonido impensado. La clase entera apuntó su mirada hacia un compañero que calladamente, como escondiéndose y con los ojos muy apretados, dejaba escapar un hilo convulso de aire y algunas lágrimas, conmovido por la expresividad de Beethoven. Cuando se dio cuenta que todos lo observaban, se volvió hacia mí con sus ojos oscuros muy húmedos y enrojecidos, y aun llorando decretó:
- Menos mal. Menos mal que era sordo.
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