domingo, 26 de mayo de 2013

El mito

Si solamente está esa luz ahí, brillante y atractiva. Casi seductora te diría. Solamente esa luz, bañando lo opaco de esta antesala, de esta habitación, no sé bien qué es. Debo estar aturdido, pero lo cierto es que sólo existe esa luz que infinitamente existe, independiente de problemas de vista, de tiempo y de espacio.
Y aunque es una bella luz, no te confundas, querido Minotauro. Vos aprendiste a sentarte en el centro del laberinto a esperar que las oscuridades te escupieran carne joven, pero amigo, escuchame. Esta piedra fría sobre la que posás, no es más que el espejo del cielo, y en su superficie se refractan impresionantes las mil y una estrellas que ves. 
Minotauro, estás acá encerrado, perdido en tu propio laberinto, piso de arena, paredes de piedra, techo de cielo, gastando el tiempo pensando. Pensando en qué vendrá a desafiarte del otro lado, esperando al contendiente que se las ingenie para esquivar tus cuernos y darte la gracia de la muerte que tanto anhelás. Porque te aburriste de vivir en el laberinto devorando jóvenes atenienses. Y quién soy yo para decirte, no, no te mates, no te entregues a tu verdugo, no te dejes vencer por Teseo y sus armas: el hilo, la espada. Nadie, pero en cambio te susurro: no, mejor tomá la mano que te tiendo, deslicémonos por los muros de tu casa y observemos las constelaciones, mientras nuestras piernas cuelgan inertes sobre el universo entero. Y esa luz, que no sé de donde proviene, pero es hermosa y cálida y abarca todo, sigue absorbiendo mi atención; y quizás, tal vez, me  hace pensar mucho más de lo que me gustaría.
Quizás, Minotauro, ya no estemos acá vivos, en tu laberinto, quizás seamos leyenda que los niños leerán cuando hayan pasado mil años.

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