lunes, 6 de mayo de 2013

El descubrimiento de un filósofo (o La Pregunta sin Respuesta)

La Pregunta me volvía loco. Por las noches apenas conseguía dormir, y cuando lo hacía soñaba con la incógnita. Las horas que pasaba despierto, las desperdiciaba desarrollando Teoremas y deduciendo otras Verdades, que me llevaran a la Respuesta. Montañas de papiros se amontonaban a mis pies y en cada rincón de mi residencia. Los esclavos se consternaban a la vista de tanto papel perdido.
Mis discípulos intentaban aliviar mi dura búsqueda ayudándome, pero los pobres bobos no podían ni acercarse a la Respuesta, a la cual ni siquiera yo y toda mi Filosofía habíamos podido rozar. La Pregunta que me laceraba por dentro parecía a primera vista muy sencilla, pero no lo era. Lo que me tenía así de ausente era la incógnita: cuando nuestros cuerpos están enteramente sumergidos en el agua, todas y cada una de sus partes, toda la superficie absoluta del cuerpo rodeado en todos sus rincones por agua, entonces, ¿está mojado?

Hasta que un día, desquiciado, ideé el experimento que me daría la Respuesta, tan anhelada. En la más absoluta soledad, para que nadie pudiera apropiarse del conocimiento que habría de aflorar, llené una tina con agua. Llamativamente transparente era el agua, como nunca antes yo la había observado. A continuación até en mi muñeca una cinta tejida con una tela especial, la cual en agua se hinchaba por la absorción y duraba varias horas, pero si en cambio se la dejaba secar más del tiempo aconsejable, se deshacía en largas hilachas. Hice un gran nudo fuertemente apretado y me sumergí en la tina. Aguanté tanto como pude y después salí. Observé mi muñeca y alarmado comprobé que no estaba la cinta. Ni en hilachas, ni tampoco hinchada por el agua. Desaparecida. 
Fue en ese momento, mientras me disipaba, que comprendí: el agua no era otra cosa que el más fino ácido que jamás se haya fabricado, y yo no era otra cosa que un recuerdo.

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