El era un
mapache hecho de rama. Se topaba con la chispa y temblaba; se topaba con los
suyos y se avergonzaba. Era único. No tenía igual; no tenía par. Y por eso
lloraba solo. Pero no muy fuerte, para no humedecerse.
De repente
la tierra quería tragarlo. Otro día una liebre lo masticaba, y él se desprendía
gritando: “¡No soy una rama!, solo soy distinto”. Solo era distinto. Pero a la
noche le costaba raíces, y de día cortezas. Tenía fuertes sueños en que se
lamía sus ligeros pelos marrón claro. Ahí todo era hermoso y se podía bañar en
el agua transparente. Pero luego se volvía pesadilla y se quedaba clavado
convertido en tronco en un desierto eternamente.
Paso que un
día, mientras se rascaba una lombriz que anidaba en él, vislumbró una pequeña
lenga que descansaba en una colina. Se acercó para olerla de cerca. Era frágil
y fuerte al mismo tiempo, y la savia corría dulce en ella como una cascada en
enero. Se enamoró. Entonces se lamentó de su condición de rama putrefacta en un
cuerpo condenado a perecer. El sol se apuraba a hundirse a lo lejos, entre los
últimos resquicios de unos sauces viejos.
De repente
pasó una libélula y el correr del tiempo descansó por un momento. Entonces el
mapache se dio cuenta que era cortezas y raíces, y no pelaje marrón. Se dio
cuenta que era rama y no mapache. Pero se dijo a sí que podía pelear por ser la
rama más vigorosa y clara del valle.
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