Te veo. Sos una voluta de suspiro deslizándose por las sienes transpiradas. Te toco y siento tus vetas, madera maciza, sensual. Olés a armónicos. Tenés los colores del otoño, hoy. Te respiro y, diluida, vas mezclando poco a poco los ingredientes de mis pulmones con los de tu iris.
Por segundos, me detengo ensimismado y solo pendo de un hilo, del único hilo. La cuerda del suicida, la pestaña más fina del universo me sostiene de las uñas. Todo transcurre lento, pausado, espeso. El tiempo se derrama pegajoso, como miel y las horas pesan. El viento se abre paso para liberarnos del sopor y trae en su grupa un poco de aire fresco de los Andes. Nevisca.
Quiebro ramitas y troncos: armo la casa del fuego: donde arderán los restos de sí mismo. Suave, lento, calmo, voraz, ardiente, rojo, violento. El fuego quema y es incendio en tus ojos. La noche despliega mil constelaciones y solo existe el rumor del lago que lame las piedras de la orilla. No hay otra cosa que la noche y el fuego, las estrellas y el agua susurrante.
Es arena que se sintetiza, se transforma en vidrio y el vidrio se quiebra y sus astillas cortan la piel y la carne y las venas, y después es vidrio manchado, manchado con mi sangre, y es lengua que lame herida y es agua que lava la piel. Son las pieles las que devora el incendio. De golpe no entiendo dónde estoy parado. Miro a la derecha, a la izquierda. Observo hacia arriba y hacia abajo. No sé dónde queda la huella que seguía. No recuerdo dónde dejé estacionado el coche. Tampoco recuerdo si tenía coche. ¡Mierda, si ni siquiera recuerdo qué es un coche!
Empiezo a caminar en un mar de barro. Los pies torpes se hunden en la tierra húmeda y me absorbe toda la energía esa caminata sin sentido. Busco un barco que navegue los barriales y me lleve más allá, a los puertos olvidados, los puertos donde es ocaso para siempre, y otoño, y a veces llovizna para que las hojas siempre sean vivas y marrones y verdes y azules. Las ilusiones se suceden una tras la otra y poco a poco empiezo a dudar de mis manos, las cuales me apuntan preocupantemente. Los ojos se tornan inútiles, pues la noche es día, y entre lo visto y lo hecho no existe correspondencia alguna. Son todas posibles verdades, posibles mentiras. Las manos se deshilachan y los brazos caen en jirones. Yo soy un jirón. Respiro una bocanada más de humo y me convierto en una brisa suave que se aleja de todo, excepto de mí mismo. A dormir.
Éste me re cabio-
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