lunes, 24 de junio de 2013

Crónica de un extremista

No sé ni cómo carajo llegué a esta situación. No sé cuándo fue que se descarriló todo. Pero lo evidente es que, con mi metro ochenta y uno y mis cincuenta kilos (con toda la furia), resulta increíble que pueda sostener el arma cuyo caño posa sobre mi sien.
Hago un repaso mental entre tembleques de miedo o frío, no sé. Jamás en mi vida me encontré tan acorralado entre dos ideas absolutamente contradictorias y por más que le dé vueltas al asunto, no consigo elaborar una respuesta convincente para mí mismo. Decido que lo mejor es hacer una revisión autobiográfica, para captar todo lo que encauzó mis decisiones hasta traerme a este punto decisivo.

Creo que el proceso empezó hace varios años. Estaba ojeando una revista de nutrición (no sé por qué estaba leyendo esa boludez), cuando encontré un artículo escrito por un vegetariano, explicando las ventajas de no comer carne, y también desarrollando toda una dimensión moral al respecto, sobre la vida del animal y bla bla bla. Aún ahora no puedo terminar de entender por qué tuvo el efecto que tuvo en mí, pero la verdad es que me impactó mucho y en ese mismo momento decidí dejar de comer carne. Busqué información, me contacté con conocidos vegetarianos y me puse a diseñar la dieta.
Con el paso del tiempo me fui obsesionando cada vez más y más con el tema. Me metí en grupos ecologistas, investigué sobre la explotación que sufren los animales criados para ser comidos, las condiciones por las que pasa un pollo antes de llegar a la mesa, o como les succionan hasta el último mililitro de leche a las vacas. Mientras más conocía sobre el asunto, más me asqueaba la industria alimenticia, y más importancia le daba a la dimensión ética de no comer carne. Decidí que no era suficiente con eso, y dejé de consumir productos derivados de animales: huevos, leche, incluso queso, cualquier otro derivado de animales fue borrado de mi dieta.
Pasaron varios meses, un par de años. En un viaje conocí un personaje increíble, un asceta que vivía en las sierras y que había llevado el respeto por los seres vivos varios escalones más arriba que yo. Su filosofía de vida entera se basaba en el cuidado alimenticio y en el respeto a cualquier forma de vida. Fue una de las personas que más influyó en mi pensamiento; reflexionando en retrospectiva, quizás sea uno de los que más influyó en que yo ahora mismo esté sosteniendo un revólver apuntando a mi cabeza, o quizás no y soy injusto al culparlo al pobre hombre de mi extremismo.
Él me enseñó que los tubérculos sufren cuando los sacamos de la tierra y los comemos. La planta, despojada de raíz, muere de tristeza, eso me enseñó.
El asceta comía solo alimentos que no perdieran la vida en el proceso de ser cosechados: frutas, hojas de plantas, zapallos, ajíes, etc. Después de pasar varios meses con él, había aprendido a preparar diferentes comidas con las nuevas limitaciones. Había bajado varios kilos, pero no me importaba: mi felicidad era absoluta al saber que contribuía a que menos seres vivos perdieran la vida por mi culpa.
Sin embargo, creo que no fue bueno. Me puse tan obsesivo con esto que mis amigos me hinchaban las bolas: “dejate de joder negro, comete esa ensalada de papas, está espectacular” o “dale Emanuel, comete unos huevos revueltos”, cosas por el estilo. Hasta que, un día, quizás harto de escucharme hablar contra la matanza de seres vivos y la natural tendencia del hombre a destruir todo lo que toca uno me dijo: “¿Y los pibitos que hacen trabajo infantil, para que vos tengas la pilcha o el celular, eh?, ¿Qué onda Ema, te preocupa más que la vaca no sea explotada, a que el pibe de 10 años esté trabajando en vez de ir a la escuela?”. Golpe bajo. Me cayó como baldazo de agua fría. El cuestionamiento era irrefutable. Le di la razón y me juré a mí mismo terminar con la poca hipocresía que aún anidaba en mí. En los primeros días después de esa revelación, decidí dejar mi ropa comprada y hacérmela yo mismo. Al principio, los resultados fueron espantosos, pero poco a poco logré la práctica necesaria para poder vestir mínimamente de forma digna. Al poco tiempo me fabricaba remeras, o túnicas, un poco amorfas, pero sin manchas de la sangre explotada de los trabajadores de medio oriente o China. Un peso se había ido para siempre de mi corazón.
Paralelamente a esto, vi un documental de periodismo de denuncia sobre las horribles condiciones en que trabajaban los empleados de la industria telefónica y del poder contaminante de algunos de los componentes más boludos de un celular. En un arrebato de indignación, arrojé mi celular contra el cemento de la vereda. Destrozado que daba lástima, quedó. Punto importante, al caer tuve tanta mala suerte, que aplastó una fila de hormigas que pasaban por las baldosas. Casi llorando me acerqué e imploré que todas estuvieran vivas, pero una o dos habían sucumbido a la furia salvaje de Samsung.
Esto me hizo dar cuenta del detalle central que me condujo acá: cada vez que me movía, mataba un montón de organismos unicelulares. En un primer momento, aparté la idea de mi cabeza, considerándola absurda, apelando, en un juicio imaginario que se desarrollaba en mi cabeza, al sentido común.
Sin embargo pasaron un par de noches en las que sufrí insomnio, o si lograba pegar un ojo, soñaba con un gigante que aplastaba a mi familia, y yo alcanzaba a avizorar el rostro del gigante asesino y era mi propia cara. Medité mucho sobre el tema y puse especial cuidado cada vez que me movía, apoyando solo la yema de los dedos, o la punta de los pies. Sin embargo, no había caso: dormido aplastaba miles de millones, más, miles de billones de billones de formas de vida unicelulares que vivían en mi cama.
Empecé a enloquecer. Los sueños me atormentaban; en ellos me veía a mí mismo como un asesino serial que no se preocupaba por nadie más que sí mismo y mataba sistemáticamente a cuanto ser se pusiera al alcance de su mano. Adelgacé, mi ya escasa dieta se volvió exigua. Me cansaba rápidamente si estaba parado, más aún porque intentaba andar en puntas de pie, o de sentarme en el borde de las sillas y ocupar menor superficie. No lograba descansar. Por fin, comprendí que sería inútil, todo lo que hiciera, dañaría a otros seres vivos.
Y acá volvemos al principio de la cuestión. Cuando comprendí esto, resolví que la única forma era acabar con mi vida y liberar a todos los seres vivos de mi destructiva existencia. Sin embargo, en el momento definitivo me detuve. No fue miedo, hace tiempo ya que sólo era un espectro de mí mismo, no tenía miedo. Fue constatar que de mi existencia dependían infinidad de organismos con los cuales yo desarrollaba una relación simbiótica, y que morirían a menos que yo no me volara la cabeza.

Y acá estoy, todavía. Pasó un tiempo considerable y no puedo decidir qué hacer. Después de varias horas, acepté que era inútil intentar sacar un balance: qué generaría más organismos muertos, si mi suicidio o mi vida. Lo pienso, lo repienso. No tiene sentido. A Dios se le tuvo que haber escapado este detalle. Es una ecuación sin solución, un absurdo. Lo giro, lo miro de todos los ángulos, pero no, no hay caso.
Y acá estoy. Acá estoy. Extenuado, temblando de cansancio, raquítico y demacrado; loco de culpa de matar al vivir, loco de culpa de matar al morir.

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