
No, no me malentiendas, me gusta estar en agua, amo el agua, es dúctil, fluye fácil y refresca mucho. Pero es un agua diferente a la que está lloviendo. Ojo, las dos pueden ahogarme a mí o a vos, pero por lo menos una te da la posibilidad de morir ahogado pero contento. No sé, se me ocurre. Está lloviendo agua salada por todos lados. Siempre es salada. Siempre y nunca. ¿Que, te molesta que me altere? ¿Qué te importa si me altero, y estoy harto de la sal? No quiero más sal, quiero agua dulce, fresca, agua de montaña. Y si es necesario, me voy nadando y me hago amigo de los tiburones, porque si me van a comer, por lo menos que me desgarren la carne siendo amigos, que lo hagan por puro instinto, que liberen mi ser y todo lo perecedero, pero así, sin malas intenciones. Que sea todo una confusión, un mal rato. Y así, libre de toda esta corteza pesada y torpe, pueda yo flotar inmortal, libre y a gusto por los espacios de esta tormenta de lluvia, porque mientras leíste esto la lluvia fue arreciando y ahora es tormenta que golpea la puerta de tu casa y te llama con la humedad de su dulce voz.
Y tené cuidado, porque pasa, pasa mucho, que cuando abrís, y la tormenta no te reconoce, te moja con sus lenguas de gotas claras y transparentes, pasa que te humedece y enfría el cálido cuerpo y que cuando te descuidás, ya no sos persona, ya no sos materia así, sólida. Sos agua, agua que fluye.
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