viernes, 19 de octubre de 2012

El Anónimo


Entre zafarranchos y arengas desnutridas de humanidad, tiñó su cara de gris. Ahumado en olor a pólvora y dando alaridos, asaltó entre los miles de desesperados, a las líneas enemigas y bañó sus temores con su sangre, enloqueciendo en victoria. Tiró de carretas por las salvajes huellas de las selvas del noreste, cabalgó iracundo por las estepas patagónicas y disparó su fusil heroicamente en cada enfrentamiento.

Bailó alrededor del fuego, salvajemente feliz. Fue libre sin pensarlo y por la libertad se batió a muerte cientos de veces, arriesgando la esencia misma de la vida. Fue el motor, la carne de cañón, el empujón definitorio de toda revolución latinoamericana, desde Argentina hasta Colombia, desde Perú hasta Brasil, y México, y las islas de más allá.

Puso en su cuerpo toda esperanza y todo ideal, los amasó letalmente y los disparó contra conquistadores españoles, franceses e ingleses por igual. Dejó atrás costumbres y dialectos para sobrevivir. Fue hombre y mujer, niño, abuelo y joven. Fue todos juntos para luchar, a las órdenes de ideólogos tan nobles, tan leales y tan éticos, que después borraron todo mérito conseguido por él, y lanzaron la más feroz y sanguinaria persecución en nombre del progreso, asesinando partes de su cuerpo a miles, humillándolos, borrando su cultura y disgregando la discriminación a lo largo y ancho del país que surgía. Torturadores y ladrones, musita él, y escupe sobre el monumento del traidor asesino.

Tanta guerra le hicieron a su nombre y a su identidad, tanto fue el esfuerzo, que lo hicieron anónimo. Él, el anónimo, fue miles de cuerpos, que lucharon para este presente, y lo quisieron borrar. Su identidad, las individuales, digo. Pero sin querer, como efecto colateral, además de crear un anónimo individual, crearon un Todo inmortal. 

El indio es infinito, no muere, no nace. Es, ahora y todos los días de la vida. El indio es América.

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