Yo la crucé caminando, un día como cualquier otro. Llegando
al conservatorio. Yo no la conocía, y poco importa el hecho de su femenina condición.
Lo que sí importa es que fuimos dos personas que se cruzaron y no se saludaron.
No me animé, no me animé a abrir paso a mi lengua y decir, hola, quién sos. Qué
es de tu vida, no te conozco, pero somos parecidos.
¿Cómo es eso, que dos cuerpos, dos llamas de luz pura
chispeen sin tocarse, sin siquiera mirarse? Así estamos, así morimos de a poco,
embadurnados en nuestros suntuosos ropajes, estética infinita, locura en el
diseño, muros de silencio, paredes de presagios, la alienación. Porque yo ayer
caminando me crucé con un ser humano y no me animé a saludarlo.
Nos fuimos quedando tan solos que ya no nos vemos. Hacemos
de cuenta que el otro no existe, no está ahí, no tiene sentido iniciar una
conversación, si no lo veré más. He estado caminando por la oscuridad del
mundo, cuando el sol hunde la tarde y no tuve el valor de decir, hola, que
brillante tu luz; quiero tocar tu mano y escuchar tu historia, no me importa
quién sos, qué hiciste. Quiero leer en tus ojos la sinfonía eterna del ocaso,
las vívidas notas, corcheas y negras y
bemoles amontonados en los renglones, como hojas secas desarraigadas,
arrastradas por una brisa de otoño. Todo eso pude ver en tus ojos, una poesía
hecha imagen, un cuadro divino intangible, inalcanzable, pero no. Todo eso pude
beber de tus lágrimas, pero no tuve el valor de decir, hola, quién sos, cómo es
que te sentís. Qué será de nosotros en veinte años, dónde estaremos sentados.
¿Te volveré a ver? Ojalá te vaya bien, no tengas miedo de ser libre.
No tengas miedo de ser libre, me hubiera gustado decirle.
Que sea libre, que no le tenga miedo a esa adictiva vorágine, esa adrenalina
que inunda la escarlata pasión que nada por nuestras venas. Quise decirte todo
eso, en veinte segundos de verte y jamás haberte hablado antes, ni visto, ni oído,
ni nada.
Estamos solos, mirándonos en un laberinto de espejos, donde
nada de lo que ves, existe en verdad. Tan solo el reflejo del reflejo del
reflejo de la luz. Y todo porque somos unos cobardes que no se animan a bucear
en la luz del otro, ni a estallar en cristales incandescentes para que el otro
nos observe, nos mire y nos pregunte quiénes somos y cómo estamos, y que no
tengamos miedo a ser libres. Pero ahora yo lo veo.
Y yo te prometo sobre el destrozo de mis más amados y profundos
escritos, sobre el mismísimo papel viejo
manchado en tinta, te prometo, por cada nota de pentagrama que en tus lágrimas
se refleje, por cada ocaso que tu sinfonía despliegue ardorosamente en mis
oídos, y también por cada gota de mi pasión, que no voy a tener miedo a ser
libre. Pero libre de verdad. Ni a conocerte cuando te vea.