“Cómo decirle al campo que si no estaba hoy, no estará ayer”, se dijo la niña de los cien ojos. Transformó su cencerro, armó su capucha y se hechó a la fuga. Hacía días que le picaba la idea en la cabeza. Pero hoy, más que nadie, supo que tenía que buscar el sendero azul.
Picó por una enredadera buscando sus cardos embelezados. Y empezó uno a uno a contar los astros. Sabía que eso la llevaría al nutriente extra. La tradición de todos los brujos ancestrales. Empezó a recorrer el camino como quien busca algo acelerado. Una piedra luminosa debajo de un musgo. Una bellota arriba de una montaña diminuta. Buscaba y buscaba y creía encontrar y se nadaba a sí misma en la nada que es el aire. Pero que no toca ningún rincón y ningún recoveco.
Y de repente allí vio de golpe, como a lo lejos. Con golpe y con lejos. Y vio y toco e hilvanó un hermoso espejo. Supo que era el espejo de su herrumbrado andar, y que al atravesarlo, la ansiedad la iba a hacer palpitar en el flujo de su mente de sublimación. Y sublimar su libido en una panacea de oráculos y camaleones criptonita. Atravesó el mismo. Se dijo: “aquí voy, y aquí estoy yendo. Aquí he ido e aquí iré”.
Cuando no supo más de hermosura, se tembĺó en un alcornoque. Y de a ratitos se respiró ya que tenía branquialgas. Pero por suerte estaba al otro lado del espejo. En su campo líquido y en su color inhumano. Datóse de inverosímiles cuestiones que no venían al caso para ir a comer. Es decir: compró un chori más pan, pero no era el mismo, sino que eran unas especies porosas de arena y juncos acuáticos. Buscó una bebida, un brebaje, pero el vendedor de los siete brazos no le ofreció más que líquido amniótico. Y se dijo: “algo tiene que haber con todo esto; ¿quién tiene que ver a todo esto?”.
La mamá le dijo que se porte bien y ella solo quiere cortarse las uñas y parecer una damisela. Ahora que los carros son llevados por enormes orangutanes alados, puede parecer extraño que no tenga sentido el contar. Mas de su lente salen las tentaciones.
Sublimar era hacer arte, y el arte no era cagarse de frío como habían dicho. Ella con cada uno de su centenar ojo, había ordenado el capítulo de su vida. Quiso cortarse y no supo cómo, porque entre tema y tema (que lógicamente era el tiempo que ella tenía para hacerse daño), las cuchillas se volvían amorfas y sin filo. Casi como anacondas vírgenes.
Cuando hubo juntado suficientes estrellas o piedras brillantes como ellas, se tuvo que acordar que nació en otro lugar que no era “Yo”. Y a esto sí paso a explicar:
Hay tres lugares de nacimiento: el lugar “Era Yo”, el lugar “Fui acaso”, y el lugar “Tampoco estuve”. Según cada lugar de nacimiento, mi niña de cien ojos hubiera sido una criatura distinta, pero el hilo de la conversación hubiera sido otro y cada dato hubiera cambiado, para finalmente no nacer. Entonces:
En “Era Yo” existen los seres que se bañan en lúmines de luna. Aquellos que saben atravesar espejos y recorrer sendas. No sabría si ellos son los imprescindibles, pero sí se por demás que de menos que ellos no se puede prescindir.
En “Fui acaso” habitan hombres sin luna. No tienen nombre y saben hacer cosas que otros no quieren, como afeitarse y verse la punta de los pies. Visten con pieles de horizonte y siempre llevan reloj. También llevan una dieta multibiótica.
Por último en “Tampoco estuve”, no se nacieron nadies. Es decir están. Por eso se nombra el lugar, pero no existen. Y es una diferencia clave en pensar que no son invisibles. Sí son invencibles porque no son. Y sí existen porque su lugar existe. Y no existen porque desde nuestro plano no hacen nada palpable ni nada asible. Si nuestra niña hubiera nacido en este plano cósmico estaría destinada a converger en un agujero negro. Ni más ni menos. De los verdaderos que tragan luz.
En fin. Habiendo detallado los tres posibles nacimientos, podemos continuar con nuestra historia. Que más que historia, cuelga memoria.
Las centellas iban haciendole correr el costado de paisaje. Dentro de un espejo que se puede nadar, y con un vuelo de un orangután, fácil es correr un paisaje. Agarró un costado de árbol, pasto y roca y lo corrió. Así como enrollando una lona. Lamió sus heridas para que el pus no la hiciera ver violeta, y al sacarlo, al correr el paisaje, al transformar todo lo herido y visto y amado o conocido en otra cosa, supo que tenía gritos de alcornoque. El viejito verde seguía ahí. Pero ahora todo el mundo había cambiado.
Camas grises y señores enojados. Humo de auto encapsulado en frascos para dormir a chiquillos llorosos. Jabón líquido que tomaban doñas Josefas en un bar pobre en una esquina que nunca se tocaba con una manzana. Nieve de azufre que nevaba para arriba y hombres hechos de axila que pica. Todo esto vió mi niña al correr el campo de paisaje. Se quería hacer la de ver violeta, pero debía seguir lamiendo sus heridas, y no tragar el pus. Pues desde el pus se volvía inverosímil su escencia. Cada palabra que dijo y que nombró, ya no supo más de hermosura, para darle a sí misma conciencia concienzuda de que tenía el horror clavado en la garganta. Y entre uno y otro espejo, podía valerse de nado en agua. Pero nunca había corrido el marco de paisaje así, no. Nunca antes lo había hecho.
Empezó de a poco a sospechar que se hallaba en “Fui acaso”. Sospechaba desde que se nació de nuevo en aquel muestrario de gigantosaurios de esqueleto y relojes dando siempre las siete y media am. Un muestrario de garabatos y suricatas de pelaje plomizo y ojo rojizo durmiendo con las manos en la nuca y con los pies haciendo una letra p. Estaba segura nuestra gran miradora que estaba en aquel lugar. Y supo que no. No era ese el suyo. Sí que era el primero, pero solo quería investigar. Por lo cual se metió en un frasco gigante de azucar de mascabo y cuando tuvo el ímpetu de saltar lo hizo y de repente.. Paf!
Cada molecula de azúcar está hecha de una gigantesca roca en diminuto fractal. En cada gránulo mínimo se haya toda la existencia. Y en el medio de dos átomos hay una nada. Una nada tan hermosa y viscosa que pocos se atreven a datar. A contar. Y menos que menos a contabilizar.
Nuestra niña del color del venado estaba en el lugar del no yo. Algunos lo nombraban como un limbo. Otros como el espacio entre una palabra y el pensamiento de su significado. Y otros simplemente como “Tampoco estuve”. El patinaje de su coxis haciendo esfuerzo por no nacerse y por sí hacerse. El comenzar a comentar. Y comentar el comienzo de la palabra fue el más dificil de todos los sápiles. Mi resguardo está en no decirles qué fue de ella en este lugar. Sólo sabemos que no estaba. Y que sí existió por el tiempo en que se llamó niña. Y de cien ojos.
Cuando una oruga sabe que va a nacer tiene el tiempo de preguntarse en dónde le conviene, y cómo será el vuelo de su hermosa mariposa. Ahora cuando este ser no lo sabe, no puede decidirlo y no puede elegirlo, debe quedarse con su opción menos pesada. Con su carga más simple y de égloga. Debe abatirse y batir sus intenciones en un sensato: yo creo.
La niña volvió a “Era Yo”. Tuvo que remar en un río de imanes de cardo y crear un sendero de ciegos de tantra. Pero volvió a su primer lugar. En la búsqueda de su nacimiento y siguiendo el através de un nado de aire. Siguiendo el a través de un espejo. Tuvo que intervenir su centro. Y mirar con cada mirada como quien no quiere parar de decir: “Aquí estoy, estuve y estaré; me vengo viniendo, remo mi aire porque aquí desde aquí, por mi acá, en este lugar, me quedaré”.