En el universo paralelo de nuestras mentes, una línea se
posa dividiendo los bocinazos de los trenes y las multitudes arremolinadas
alrededor. Discurre entre ellos con el incendio voraz de una sinfonía,
excitando los oídos, alterando los cansancios. Hoy están, mañana (que es
ayer),
no. 
La explosión final que determina todo el significado de la
obra, donde cada uno de sus significantes deja de ser evidente y pasa a ser
mera interpretación, pura subjetividad. Y justo antes de comprenderla, justo
cuando se acerca el instante de claridad, de lucidez, en el cenit de la euforia
musical (instrumental y melódica y armónica y rítmica y compositiva); justo
cuando todo indica que caerá de maduro, por el peso de su propia obviedad,
cuando es insoportablemente hermosa la conjunción de esa fuerza con la música y
todo parece explicarse por sí mismo, entrelazarse y difuminarse con el universo
(o quizás pienso ahora cuando el éxtasis llega a su fin, que todo eso es la
idea de Dios o de Universo o Unidad, o Todo, porque es tan increíblemente gigantesco, fuerte, luminoso, dramático, hermoso), justo
cuando creés abarcarlo y aprehenderlo, el director (artista silencioso) con un
relampagueo de su batuta y una elegante señal displicente, da por terminada la
resurrección del compositor, por años muerto, y hasta recién, hasta hace apenas
un segundo, un diminuto segundito, tan arrolladoramente vivo.