En el universo paralelo de nuestras mentes, una línea se
posa dividiendo los bocinazos de los trenes y las multitudes arremolinadas
alrededor. Discurre entre ellos con el incendio voraz de una sinfonía,
excitando los oídos, alterando los cansancios. Hoy están, mañana (que es
ayer),
no.
La mente juguetea inquieta: poco importan los matices cuando
todo es de un único color. Sin embargo, no te confundas y creas que tu
policromatismo es muy especial, porque no es así. Las disminuciones o
modulaciones se hacen presentes tanto en tu obra como en la de muchos otros. Y
el crescendo las abarca a todas, como
el dramatismo. Son irreductibles a una sola, como vos o yo somos irreductibles
a una sola célula. Todo, interconectado, respira al unísono toda su vida en
gotas de aire, y cuando la tensión es dramática, magnífica e insosteniblemente
dramática, es ahí en ese arrasador segundo (eterno, infinito) que todos parecen
comprender al fin el sentido, el juego, el por qué y el para qué y el cómo de
la obra; y estallan en un espasmo de
inesperado apaciguamiento. Se demoran en un pasaje que poco tiene que ver con
el sentido general de la música, pero solo para impulsarse y llenar los vacíos
con delicioso suspenso. A continuación, una ligera inclinación de la cabeza; un
llamamiento silencioso; una arenga apenas perceptible y el acoplamiento
generalizado, la copulación de los componentes: la unión de los vientos y las
cuerdas. La percusión proponiendo un nuevo crescendo
que estalla en sus, en tus, en mis oídos.
La explosión final que determina todo el significado de la
obra, donde cada uno de sus significantes deja de ser evidente y pasa a ser
mera interpretación, pura subjetividad. Y justo antes de comprenderla, justo
cuando se acerca el instante de claridad, de lucidez, en el cenit de la euforia
musical (instrumental y melódica y armónica y rítmica y compositiva); justo
cuando todo indica que caerá de maduro, por el peso de su propia obviedad,
cuando es insoportablemente hermosa la conjunción de esa fuerza con la música y
todo parece explicarse por sí mismo, entrelazarse y difuminarse con el universo
(o quizás pienso ahora cuando el éxtasis llega a su fin, que todo eso es la
idea de Dios o de Universo o Unidad, o Todo, porque es tan increíblemente gigantesco, fuerte, luminoso, dramático, hermoso), justo
cuando creés abarcarlo y aprehenderlo, el director (artista silencioso) con un
relampagueo de su batuta y una elegante señal displicente, da por terminada la
resurrección del compositor, por años muerto, y hasta recién, hasta hace apenas
un segundo, un diminuto segundito, tan arrolladoramente vivo.
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