miércoles, 4 de septiembre de 2013

Y, y, y.

Y será, será que de tanto andar entre altos edificios, el horizonte se aburrió de que nadie lo mire y se fue borrando. Borrando, de a poco: su estela primero, su contorno después, su color a lo último. Y tal vez, tal vez de tanto difuminarse, fue que los edificios no pudieron llenar el vacío que llenó los cuerpos de los hombres y mujeres... el vacío del horizonte nunca contemplado y siempre ignorado. Y primero fue un loco, el que salió a la vereda. Y dos. Y tres. Y mil. Todos los locos. Y cada uno llevaba en las manos un pedacito de horizonte, de su recuerdo. Uno con engrudo pegó su recuerdo de las pampas cuando el sol se pone; una nena agregó un retazo de las montañas nevadas, enchastrándose toda con el pegamento; otro sumó una delgada línea de la selva tucumana; uno tenía una memoria del mar en invierno; y otra un suspiro del horizonte del desierto. Y todos, todos los miles que fueron, unieron los pedazos, a puro engrudo, eh. Y mientras el estrépito de los edificios en caída libre ocupaba todo el sonido, el horizonte, parche de acá, parche de allá, remiendo por ahí, collage de recuerdos muchos, se fue renaciendo a sí mismo, a través de todos los locos. 
Al final del día ahí quedaron ellos, los locos, alucinados de tanto horizonte incoherente, libres de tantos cementos y desnudos, de tanta libertad.

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