Adentro de la casa estaba cálido; acá afuera con la
temperatura bajo cero, cae el hielo invisible en esta noche al sur del mundo.
La calle de tierra está dura de frío y la respiración escapa en forma de voluta
etérea. No hay luna y el camino no tiene iluminación. Tengo un trecho hasta mi
destino y disfruto la caminata bajo un cielo conmovedor. Se despliegan mil
estrellas, increíblemente nítidas y luminosas sobre mis ojos. El bosque y las
nieves eternas tienen un tinte plateado que le da un toque surrealista al
cuadro.
Tal es la perfección del cielo, que se ve la plateada estela
de la mismísima vía láctea atravesando el océano de azul noche. Ubico las
constelaciones conocidas; todas ellas se ven, no hay ni una sola nube: la Cruz
del Sur, Los 7 Cabritos, Las 3 Marías, Orión y muchas más que no conozco, o que
quizás nunca fueron nombradas. Pienso en los primeros pueblos, en los que
emigraron kilómetros y kilómetros siguiendo direcciones celestes, guiados por
la Vía Láctea, por ese asombroso manchón de claridad resplandeciente salpicada
de soles diminutos.
Pienso en esto de vivir en ciudades que no dejan ver las
estrellas. La visión es hipnótica, resulta imposible sustraerse. Las cuento,
las recuento. Jamás termino, pero siempre empiezo. Las contemplo mudo de asombro,
inundado de la tranquilidad que me transmite su belleza casi incomprensible.
Las montañas contrastan con esas pinceladas estrelladas de plata. Más allá, el
lago juega a ser cielo, y desafía a cualquiera a que distinga cuál es cuál. Las ramas, apenas movidas en su sueño por unas pocas gotas
de viento, regalan un murmullo suave.
De pronto tengo la certeza de cruzar mi mirada húmeda de
contemplación con algún otro observador perdido en la inmensidad del Universo.
Le sonrío, por las dudas.
Qué Belleza! Transmitiste tus sensaciones con gran claridad. hermoso escrito
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