domingo, 2 de agosto de 2015

Contemplación de lo inefable

Sí, prefiero caminar. No, no me lleves hasta casa, muchas gracias. ¿Por qué? No sé bien por qué, estoy bastante seguro de que tengo ganas de caminar solo, porque me gusta caminar solo. Está en mí, quizás tenga que ver con la bella costumbre de las caminatas en el bosque, en medio de la gigantesca montaña, que te hacen sentir pequeñito y rodeado de inmensidad.
La soledad de mi cuerpo y mis ojos. Tiene algo de melancólico, la calle citadina de noche; pero si estoy en esa soledad tan mía, no importa. Puedo disfrutar detalles que no puedo captar estando con más personas. Esa brisa minúscula que agita apenas las hojas en las veredas, explayando un otoño marroncito y tibio. La belleza del paisaje, por más intervenido que esté. Es el mismo principio filosófico que en el sur: para ver o escuchar hay que callar mucho y abrir mucho los ojos. Pasan miles de cosas segundo a segundo que se nos escapan en múltiples vorágines. Me da un placer divino que me llena despacio los adentros, el hecho de buscar la calma del latido del corazón, la armonía de la respiración, una sensación como de aplomo firme al caminar, la atención puesta al servicio de la admiración de lo que me rodea. Me preparo para impresionarme, para disfrutar la minúscula partícula de lo que es, que es en cada objeto, la belleza que tienen por el sólo hecho de ser. Por el sólo hecho de estar en relación con otros elementos y conformar un todo que me rodea y le da sentido a mi existencia, directa o indirectamente.
No hay otro modo de explicarlo; lo llevo en la sangre quizás. En los ojos, imprimida en la retina: la montaña con sus bosques y arroyos. ¿Cómo te lo trato de expresar? A mi me da felicidad y calma, caminar o sentarme, y saberme solo. A mí me emociona, me hace vibrar las células saberme solo y eterno. Cuando los tiempos no me lamen los talones, apurandomé, cuando estoy solo y el tiempo me es indiferente. Puedo ver, escuchar y apreciar lo que sea. Puedo ser empático y sentir como cualquier ser vivo o muerto que se me cruce; puedo imaginarme cada detalle de la vida de un escombro de cemento con sus hierros retorcidos, o de una hoja movida por los vientos hacia rumbos infinitos y desconocidos. Puedo representarme segundo por segundo el viaje de una gota iridiscente, desde la nube madre hasta la tierra tumba. También puedo ser la cinta traslúcida que forma al charco y la onda expansiva de los claros de agua cuando su imperturbabilidad es puesta en duda. Es un ejercicio que amo, necesito, siento imprescindible. ¿Cómo te lo explico? Yo entiendo que quizás es muy sencillo lo que digo, pero siento que no soy capaz de transmitirte lo que a mi me genera. No te dé preocupación que prefiera caminar sólo, o quedarme sentado en mi silla, en el balcón, fumando un cigarro y mirando el atardacer con la única compañía de un tango o las armonías sanguíneas de Atahualpa: a mí eso me hace feliz. Convivo con mi soledad en encuentros paulatinos que me renuevan como un rocío nocturno a una planta. A veces, quizás viene a mí agresivamente y me rodea con fines bélicos. No importa, sé neutralizarla en esos casos: nada es definitivo, nada descansa en lo inamovible.
Ser compañero de la soledad de uno. Es casi paradójico; y dejame introducir esto. Existe la soledad y la soledad de uno. La soledad de uno está domesticada, es la que me acuna, yo recurro a ella, la elijo y no al revés. No es que sea solitario, no. Simplemente, hay momentos específicos (a veces más, a veces menos) en que necesito charlar cosas con mi soledad, en perfecta intimidad. Yo me conozco palmo a palmo porque -en lo posible- no me oculto nada. Algo se me escapará, pero me soy despiadada, delicadamente sincero. Diserto y discuto, analizo y perfecciono la técnica en mis pensamientos solitarios. Me hago chistes y me los festejo, solo. Me someto a crítica. Me canto al oído en susurros. Me imagino los futuros y pasados posibles. Infinitamente solo y feliz. No me pesa mi propio ser. Él puede estar quieto, puede estar callado, sólo recibiendo estímulos de afuera: colores, olores, imágenes de lo inmenso. Me gusta sentarme a observar: vaciar mi cuerpo de inquietud y llenarlo de hermosura. Después se me deposita en el fondo de los ojos y se me puede ver la mirada clara. Eso es paz. Ojo, no es que siempre me salga ni mucho menos. Pero tengo bastante práctica en que sí. Quizás tiene que ver con que me convencí bastante de que todo se reduce al amor y la empatía. No puedo dejar de amar al mundo, pero necesito estar en plena paz para poder alcanzar ese estado de permeabilidad, para dejar que me atraviese los poros el mundo con todos sus componentes, el salvajemente inmenso y el pequeñísimamente infinitesimal. 
Del minúsculo al minúsculo siguiente existe el universo entero, lo inconmensurable. El Todo y la Nada conviven de átomo a átomo y el espacio entremedio sólo le pertenece a la soledad. Que es sana, que no muerde, que si intentás, se deja acariciar. Es como sumergirse en un arroyo frío de montaña: te limpia la piel y la cara, te humedece cada parte del cuerpo y la mente con esa frescura intensa que te hace circular la sangre más rápido.
Todo esto me pasa cuando te pido que no me lleves, que hoy prefiero ir caminando.

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