Abrazo de fuego. Color indecible. Cantos que arropan. Cielos invisibles.
Me atraviesa mi orgullo, como una daga perenne que sin embargo nunca de clava, solo posa ahí, como a pocos centímetros, matándome con su proximidad. En el entrecejo hay un punto. Se hace más y más profundo. Sigue y sigue y sigue. Mi cara se hace mármol, piedra, diamante. Irrompible, inconmensurable.
Saltos de tiempo, salas que no tocan, aves que no dicen. Futuro, siempre futuro. Pero, ¿vale la pena? ¿Es realmente mañana el futuro? ¿Están realmente adelante mis ojos? Tal vez sea como el camaleón: una pupila en cada horizonte, navegando las preguntas de aquel viejo búho.
Siento mi piel cayendo en finas capas hacia el núcleo. Desvistiéndome como un capullo de serpiente, mientras el mar se mantiene atrás, tan oscuro e incómodo.
Arrastro mi vientre, me desarmo, ¿ya que importa? Trago polvo y más polvo y mis dientes corren como arañas por un césped eterno. Alta está la luna y revocable es la asfixia. Puros dados de inverosímil realidad.
Choques relampagueantes.
La sangre de libélula puede volar y hacia allá va. Y sigue, y sigue, y sigue.
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