Sí,
prefiero caminar. No, no me lleves hasta casa, muchas gracias. ¿Por
qué? No sé bien por qué, estoy bastante seguro de que tengo ganas
de caminar solo, porque me gusta caminar solo. Está en mí, quizás
tenga que ver con la bella costumbre de las caminatas en el bosque,
en medio de la gigantesca montaña, que te hacen sentir pequeñito y
rodeado de inmensidad.
La
soledad de mi cuerpo y mis ojos. Tiene algo de melancólico, la calle
citadina de noche; pero si estoy en esa soledad tan mía, no importa.
Puedo disfrutar detalles que no puedo captar estando con más
personas. Esa brisa minúscula que agita apenas las hojas en las
veredas, explayando un otoño marroncito y tibio. La belleza del
paisaje, por más intervenido que esté. Es el mismo principio
filosófico que en el sur: para ver o escuchar hay que callar mucho y
abrir mucho los ojos. Pasan miles de cosas segundo a segundo que se
nos escapan en múltiples vorágines. Me da un placer divino que me
llena despacio los adentros, el hecho de buscar la calma del latido
del corazón, la armonía de la respiración, una sensación como de
aplomo firme al caminar, la atención puesta al servicio de la
admiración de lo que me rodea. Me preparo para impresionarme, para
disfrutar la minúscula partícula de lo que es, que es en cada
objeto, la belleza que tienen por el sólo hecho de ser. Por el sólo
hecho de estar en relación con otros elementos y conformar un todo
que me rodea y le da sentido a mi existencia, directa o
indirectamente.
No hay
otro modo de explicarlo; lo llevo en la sangre quizás. En los ojos,
imprimida en la retina: la montaña con sus bosques y arroyos. ¿Cómo
te lo trato de expresar? A mi me da felicidad y calma, caminar o
sentarme, y
saberme solo. A mí me emociona, me hace vibrar
las células
saberme solo y eterno. Cuando los tiempos no me
lamen los talones, apurandomé, cuando estoy solo y el tiempo me
es indiferente. Puedo ver, escuchar y apreciar lo que sea. Puedo ser
empático y sentir como cualquier ser vivo o muerto que se me cruce;
puedo imaginarme cada detalle de la vida de un escombro de cemento con sus hierros retorcidos, o de una hoja
movida por los vientos hacia rumbos infinitos y desconocidos. Puedo representarme segundo por segundo el
viaje de una gota iridiscente, desde la nube madre hasta la tierra tumba. También
puedo ser la cinta traslúcida que forma al charco y la onda
expansiva de los claros de agua cuando su imperturbabilidad es puesta
en duda. Es un ejercicio que amo, necesito, siento imprescindible.
¿Cómo te lo explico? Yo entiendo que quizás es muy sencillo lo que
digo, pero siento que no soy capaz de transmitirte lo que a mi me
genera. No te dé preocupación que prefiera caminar sólo, o
quedarme sentado en mi silla, en el balcón, fumando un cigarro y
mirando el atardacer con la única compañía de un tango o las
armonías sanguíneas de Atahualpa: a mí eso me hace
feliz. Convivo
con mi soledad en encuentros paulatinos que me renuevan como un rocío
nocturno a una planta. A veces, quizás viene a mí agresivamente y
me rodea con fines bélicos. No importa, sé neutralizarla en esos
casos: nada es definitivo, nada descansa en lo inamovible.
Ser
compañero de la soledad de uno. Es casi paradójico; y dejame
introducir esto. Existe la soledad y la soledad de uno. La soledad de
uno está domesticada, es la que me acuna, yo recurro a ella, la elijo y no al revés. No es que sea solitario, no.
Simplemente, hay momentos específicos (a veces más, a veces menos)
en que necesito charlar cosas con mi soledad, en perfecta intimidad.
Yo me conozco palmo a palmo porque -en lo posible- no me oculto nada. Algo se me escapará, pero me soy despiadada, delicadamente sincero. Diserto y
discuto, analizo y perfecciono la técnica en mis pensamientos
solitarios. Me hago chistes y me los festejo, solo. Me someto a
crítica. Me canto al oído en susurros. Me imagino los futuros y
pasados posibles. Infinitamente solo y feliz. No me pesa mi propio
ser. Él puede estar quieto, puede estar callado, sólo recibiendo
estímulos de afuera: colores, olores, imágenes de lo inmenso. Me
gusta sentarme a observar: vaciar mi cuerpo de inquietud y llenarlo
de hermosura. Después se me deposita en el fondo de los ojos y se me
puede ver la mirada clara. Eso es paz. Ojo, no es que siempre me
salga ni mucho menos. Pero tengo bastante práctica en que sí.
Quizás tiene que ver con que me convencí bastante de que todo se
reduce al amor y la empatía. No puedo dejar de amar al mundo, pero
necesito estar en plena paz para poder alcanzar ese estado de
permeabilidad, para dejar que me atraviese los poros el mundo con
todos sus componentes, el salvajemente inmenso y el pequeñísimamente infinitesimal.
Del minúsculo al minúsculo siguiente existe el universo entero, lo
inconmensurable. El Todo y la Nada conviven de átomo a átomo y el
espacio entremedio sólo le pertenece a la soledad. Que es sana, que
no muerde, que si intentás, se deja acariciar. Es como sumergirse en
un arroyo frío de montaña: te limpia la piel y la cara, te humedece
cada parte del cuerpo y la mente con esa frescura intensa que te hace
circular la sangre más rápido.
Todo esto
me pasa cuando te pido que no me lleves, que hoy prefiero ir
caminando.