sábado, 25 de enero de 2014

Los ojos que nos miran

Primero es una alegría eufórica, desatinada. 
Como lluvia de mayo cae en mis ojos y me sonríe bien los dientes, y yo me como, me bebo el agua de gozo. Pero al instante, el miedo que me atenaza, que no deja en paz mi mente, me enloquece y con sus manitas afiladas me abre fosos profundos. Actúo guiado por él y me pierdo en mi laberíntica desesperación. Temo a los ojos que me exigen y al futuro inminente y lejano; temo al abrazo desprejuiciado, desnudo, al torrente ígneo de sincericidio, a la comunión de lo gigantesco y lo minúsculo, a la humedad tibia que lo rodea y lo asemeja a Venus; temo a los cabellos y los vellos, y los rubores, las pieles y los dedos persistentes, inquisidores. Temo a la mirada que me explora y me despanzurra como un abrelatas, y me pregunta cara a cara lo mejor y lo peor de mí. Le temo (y la idolatro) a esa desnudez que tanto perfora y tanto refresca. Le temo a esa hermosa y salvaje serenidad de saberte contemplado y comprendido y estudiado y explorado. Esa furiosa y magnífica vulnerabilidad es la más poderosa visión de la piel reluciente de caos. El arte que escupe miradas y el frío que las devuelve. Tormenta y ocaso, plenitud y planicie, el espíritu tripartito: el padre, el hijo y el espíritu santo, o corrompido, o bien emputecido, por suerte o por milagro, por azar, por destino, o por decreto.

La inquietante sonata del cadáver exquisito convertida en rayo de sol y lanza y arma letal, despelleja las carnes y las desgarra, pero no te cuides de ella, no, porque abrirse es entregarse y aterra y atrae y seduce; hasta te echa a temblar que da miedo: los dientes castañean y el alma se te cae al piso y solo podés arrastrarla a trompicones lamentables; pero ¡qué placer saberte atravesado por esos ojos que cada detalle observado piensan y enmarcan en un contexto!¡Qué placer saberte una nada arrojada al vacío de lo imperecedero, de lo imprevisto, lo desconocido de la Luz Roja, esa que encandila a todos, pero jamás por igual, sino distintamente. Y te quema y te calienta el pecho, y las penas añejadas en amargos licores se diluyen, y sentís un cauteloso solcito que te amanece en los ojos llorosos de soledades pasadas, y el calorcito sube y eso que sentís que gusta y duele y atrae y confunde y apena (¡y cómo!), esa locura inconmensurable es el puro amor que te brota de la desnudez inmensa de dejarte mirar por otros ojos que no sean los de tu inconsciencia reflejada en los espejos de baños decadentes en bares herrumbados; no, para nada, para nunca, para nadie. Estos ojos que te miran y te ven y te observan, preguntándote todo aquello que vos te entretenés cínicamente en enterrar, esos ojos son los de otro ser humano, tu par, tu célula hermana, salida quién sabe de dónde y quién sabe cómo, para penetrar en lo más hondo de vos y acusadoramente reclamarte si esa persona que están atravesando, sos realmente vos.

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