Alta charla. Le esperaba en el tren con su vagón vacío de respuestas. Todo lo que damos se transforma en un incienso nomás; en una colonización. Sabe que en ese tren detallan cada pregunta como obteniendo el retrato del sujeto. Y recuerda: ayer encontraron un cadáver en una fosa y quisieron ocultar su nombre. Fueron unos jesuitas, masones o algún tipo de congregación oscura. Nadie quería decir quién era, pero yo sabía hermosamente que el cuerpo era mi yo. Al borde de la fosa corrían unas anacondas envueltas de una especie de líquido amniótico, su propia tela salida de sus cuerpos.
Yo veo la escena y me pregunto: ¿por qué busco creer que el cuerpo soy yo? ¿Por qué me hallo en el medio de una escena de ocultismo, cuando afuera, exactamente afuera, estaba tan soleado y la brisa corría tranquila por entre los árboles? ¿Acaso no se dan cuenta todos los malditos juzgadores y los asquerosos críticos de la realidad que la escena fue pintada para cercar un escape? Como si todo fuera eso: un cuadro encerrado con un cuerpo en una fosa y masones y pus al borde de las serpientes. Pero afuera, bien afuera, data la noción de una cerca abierta, un paisaje que se llena de piedras y troncos, pero que se puede recorrer. Afuera ríe mi niña hermosa y poderosa. Fuera del tiempo, dentro de cada susurro. Y cerquita acá soplandole a mi corazón, me arrulla con sus ganas de vida, y me canta suave al oído: “tenés que parar Pá, podés frenar, vení, acompañame”.
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