-¡Buenos días, nene! ¿Qué hacés? - Me gritó don Norberto desde el umbral de su casita, alegremente. Como todo viejo, se conoce la rutina de pe a pa y sabe exactamente a qué hora de qué día de la semana estoy metiendo el sobre en su buzón.
-¿Qué tal, don Norberto?- Apenas fue un murmullo mi saludo. Mi humor era opaco, porque sabía perfectamente que no serían buenos días para don Norberto. Detestaba tomar decisiones como la que había tomado, pero el devenir de los hechos a veces tornaba estas resoluciones, ineludibles. Además, don Norberto era un caso especial, por el cual yo sentía un amor único, quizás porque había sido la piedra angular de mi vida en muchos sentidos. No me daba ni un poco de gracia la carta que le dejaba, con remitente en calle Mitre al mil trescientos, piso tres, departamento “E”, ciudad de Viedma, provincia de Río Negro, señor Norberto Gutiérrez (hijo, el “Beto” para su progenitor). El pobre don Norberto, en cambio, sonreía a más no poder mientras se acercaba al buzón, sabiéndose padre dichoso.
“Me fui al carajo”, pensé. Cada tanto me agarra un sentimiento de culpa, que rápidamente me ocupo de disolver en razones finamente talladas a lo largo de treinta y cuatro años de servicio en el Correo Argentino. Empecé con dieciséis años, gracias a los oportunos contactos que me dispensó mi padrino, prominente doctor local de buenas llegadas institucionales. Hace unos años comprobaron que las llegadas institucionales eran demasiado buenas, y no tardó en caer en desgracia.
Pero volviendo a don Norberto, me repuse de la culpa, como decía. No era el único caso, sino el primero y quizás el fundacional de un hábito que yo había comenzado a disfrutar pero en el cuál me enredé más y más hasta dedicarle tanto de mi vida que ya no sabía quién era yo. Si se me hizo más sencillo, sólo fue porque vivo en un perdido pueblo de apenas trece mil almas –contando perros y gatos- que sólo se refresca cuando cae algún trasnochado buscando la solución a una vida contaminada de los amargos humos de la civilización. Seguro, es la solución a eso, pero no al aburrimiento intrínseco de la falta de historias que hay por acá. Tal vez, pensando, sea esta una razón de por qué me enredé en estos asuntos.
Como decía, empecé con dieciséis años y una imaginación y curiosidad que rayaban la irreverencia. Siempre me gustó ver la expresión de la gente cuando recibe una carta y más de una vez hice horas extras por el único motivo de que me quedaba escondido espiando las reacciones de los rostros ansiosos. Ahora, que ya soy director de esta seccional del Correo, no dudo en ponerme al hombro la cartera y repartir las cartas yo mismo, aunque haya dos muchachos más que se ocupan de la gran parte. Yo me doy el gusto de repartir las más importantes. Como la de don Norberto. En mi tercera semana de trabajo de aquel mayo de 1982, llegó un parte del Ejército. El soldado de Marina, Norberto Gutiérrez (hijo), era una baja más del ejército de niños que combatía en esa difusa maraña de soberanía, abstracciones del imaginario social, y retórica discursiva que era la Guerra de las Malvinas. No recuerdo las circunstancias por las cuales yo leí ese parte que se suponía debía estar cerrado y sellado. El destinatario, desde luego, era don Norberto. No fui capaz de entregar semejante carta, redactada además con una frialdad (quizás no exista otro modo, no lo sé), que rozaba la indiferencia. Tomé la vieja máquina de escribir de la oficina, una Olivetti modelo Lettera, creo que de 1932 -reliquia ya por ese entonces-, color verde cemento, y esbocé la que sería la primera voz de una correspondencia que se mantendría por treinta y cuatro años, casi exactos, hasta hoy, día que yo decidí la muerte de Norberto “Beto” Gutiérrez (hijo). Pobre viejo, se me había obstinado. Y es que yo me vi obligado a inventarle una historia a Norbertito, una vida en Viedma, en la seca y tranquila soledad de la Patagonia extrandina, porque darle el parte de baja al viejo hubiese sido matarlo. Quizás le di treinta y cuatro años más de vida. No sé. Religiosamente, cada dos semanas inventé un nuevo capítulo en la historia de un muerto y lo reviví. No lo hice de maldad, todo lo contrario. Soy consciente -y ya lo era en ese entonces, con apenas dieciséis años- que somos en tanto seres sociales. Es decir, que en gran parte, estamos determinados por nuestras relaciones sociales, y nuestra felicidad acaso sea reflejo de esas relaciones. Y el pueblo no abundaba en personajes como don Norberto, con aquel mameluco azul que se ponía para atender su ferretería, “La Cordillerana”. Bajo ningún punto de vista ni yo, ni ningún coterráneo mío podía darse el lujo de perder a un tipo como él. Ni siquiera, a tenerlo en estado depresivo. Don Norberto era un tipo lleno de energía y sabiduría y me felicité repetidamente por darle el oxígeno afectivo que necesitaba. Pero finalmente fue insostenible. El muy infeliz se había empecinado en que estaba a punto de morir, que no le quedaba mucho tiempo y era un deseo suyo muy profundo el ver a Norbertito una última vez. Que él había entendido que hasta ahora Norbertito no había tenido la plata necesaria, o el tiempo pues se rompía el lomo de sol a sol como un desgraciado en la capital rionegrina, pero que a él ya no le quedaba mucho tiempo y no estaba dispuesto a morir sin despedirse. Luego de semanas de buscar pretextos y persuadir al viejo, Norbertito (es decir, yo) comprobó que era sencillamente imposible. Su última carta fue una de despedida, antes de pegarse un tiro, en la cual comentaba las miserias de la vida y la tristeza que lo embargaba. Ahí estaba, en este momento, la carta abandonando mis dedos. Sumergiéndose en la oscura boca del buzón y don Norberto sonriendo esperanzado, acaso Norbertito en esta carta accedía a su pedido de verlo. Sin lugar a dudas, mi recurso no había sido el mejor, pero por el desarrollo mismo que había ido desenvolviéndose en la correspondencia y daba cuenta de la vida de Norbertito, no existía otro que fuese creíble. Basta con recordar el número pavoroso de ex combatientes que llevaron a la realidad lo que en este caso fue ficción.
El caso de don Norberto había sido mi preferido, pero ni por lejos el único. Simplemente no soportaba, como decía, ver marchitar a la gente. Las malas noticias (irresolubles) pasaban por un filtro, que no niego, tenía un matiz de perversidad, pero sé que las razones que me guiaron siempre fueron nobles, y si tengo que cargar con la culpa de mentir sobre temas tan delicados con tal de ver a esta gente -que conozco de niño y que me vio tropezar, caminar, llorar y reír- feliz, limpia de tristezas agobiantes, entonces que así sea.
Caso similar es el de la vieja Eulalia. Aún sigue esperando a un amante que hace ya rato que la olvidó. Típico caso de película es. Hollywood se pierde una taquillera en serio. La cosa es bien compleja, porque debo mentirle por partida doble. Me ayudan, sin embargo, las pocas luces de la vieja. La historia es más o menos así. Eulalia tiene una melliza, que era en todo igual, excepto el carácter que era mucho más agradable. La vieja siempre fue madera dura y áspera. Lo que no se puede negar es que era mucho más leal que la zorra de su hermana. La muy desgraciada sería de mucho mejor temple, pero se escapó con el amor de su hermana hace unos veinticinco años más o menos. Antes de irse, dejaron en el correo una carta de despedida pidiendo disculpas. Qué soretes. Desde entonces escribí dos cartas, una mensual y la otra semanal. La semanal era de la melliza, María. Le inventé una consagración a Dios, expresado en confinamiento, en un convento de San Ignacio, provincia de Misiones. Todas las semanas puntualmente le escribe a su hermana en la Patagonia, contándole de la tranquila vida con las otras monjas. Cada tanto le recuerda la visión reveladora que la hizo dedicarse al Señor.
Al muy sinvergüenza (se llamaba Horacio, pero evito nombrarlo; una característica mía es que me sumerjo profundamente en las historias y me envuelven al punto en que me siento protagonista y me generan los más genuinos sentimientos, en este caso de reprobación. De hecho, sentí la traición de Horacio y María a la vieja Eulalia como si fuese a mí mismo), decía, al muy sinvergüenza le inventé un problema con la ley. Uno grande. Sin embargo, fui lo suficientemente elegante como para que no fuera motivo de decepción para Eulalia: no olvido nunca, mi objetivo es que esta gente que hubiese sido profundamente infeliz de otro modo, pueda tener un ser allá lejos al cual aferrarse, al cual esperar. Cuestión que el sinvergüenza estaba en cárcel y le quedaban varios años por expiar todavía. Si bien, hay varias inconsistencias (por ejemplo, no hay condenas tan largas como los años que pasaron), y cualquiera con dos dedos de frente notaría que si dos personas desaparecen de un día para el otro, lo más probable es que no sea precisamente por caminos distintos, la escasa agudeza de la mente de Eulalia fue una ayuda inestimable.
Además de don Norberto y la vieja Eulalia, también están Sandra, que es viuda, pero gracias a mi aún figura como casada en el Registro Nacional y ella también así lo cree; y Enrique -el Quique-, huérfano desde hace aproximadamente diez años, entre muchos otros.
Más de una vez estuve a punto de caer en la tentación de contar mi secreto, pero a tiempo siempre comprendí que sería inevitablemente mal interpretado y juzgado. En el fondo, no dudo que tengo razón. Las cartas no son sólo papeles en el viento, no son sólo delgadas líneas negras y estilizadas de mentiras, una bajo la otra que cuentan la historia de muertos, traidores o abandonos. O sí, pero no por eso valen menos. Después de todo, es un papel en el viento con una delgada línea de mentira, el que certifica que yo tengo una identidad, o que estipula que tengo el secundario completo. Es decir, no hablan de verdades irrefutables, sólo las institucionalizan, le dan un marco de veracidad. Mis cartas lograron hacer eso mismo. Con detalles, con pelos y señales, con amor infinito tracé y enhebré delicadamente, atenta, concienzudamente, línea por línea, hilo por hilo, el entramado espeso que configuró la vida de estos personajes. Les concedí otra vida a los que habían muerto, y más honor a los que habían huido cobardemente. No me quedó otra. Estas personas: don Norberto, la vieja Eulalia, Sandra, Quique, etcétera, configuran mi universo de afectos. Le dan sentido a mi monótona vida de pueblo, de cartero, de jefe de seccional. Tengo dos, tres, cuatro, veinte vidas diferentes a las cuales puedo darles el destino que quiera, con el difuso límite de mi imaginación y lo que es verosímil. Lo único que puedo decir, es que el juego me superó. Crucé violentamente los límites de lo moral y lo ético y fue sin querer. Y una vez en el baile, fui incapaz de salirme de semejante adicción. Bailé con todos y cada uno de los destinatarios y les susurré las hermosas vidas que necesitaban escuchar de sus remitentes al oído, quedamente. Sus seres queridos, amados, anhelados, condensaron la humedad de los ojos llorosos en la felicidad. O en el desagravio, porque siendo sinceros, yo no creo que Eulalia no se haya percatado que la engañaron, en un nivel muy profundo de su subconsciente. Pero le di la excusa perfecta para que no se sienta miserable y engañada, para que no vea disminuida su dignidad. O quizás le quité la posibilidad de rehacerse y conocer a un nuevo amante. Quién sabe. De lo único que tengo certeza es que siempre intenté dar lo mejor de mi imaginación y mi gusto literario con un buen fin. Por ese lado mi consciencia está tranquila. Como sea, ya perdí demasiado tiempo en cavilaciones y tengo mucho reparto por hacer aún. La próxima casa es la de Enrique, como mencioné huérfano hace diez años, pero gracias a mí, dichoso hijo cuyo padre aún respira y es un tipo feliz en los acantilados de las Islas Canarias, estado civil casado, esposa de treinta y cinco años contra los setenta y ocho del viejo suertudo, que además goza de un relativo bienestar económico gracias a su barco con el cual hace paseos regularmente para turistas de billetera gorda y propinas generosas.