En algunos momentos te acercabas, tan seductora, tan cálida y me rozabas un labio sobre los míos, y de nuevo cerrabas los ojos. El miedo se escapaba a otra parte y no eramos nada mas que eso, labios. Pero enseguida los abrías y ahí estaba el mundo de nuevo, con el frío y con lo agrio y amargo. Charlábamos poco, porque lo que más me gustaba era verte al lado de la ventana, desnuda y hermosa, con el costado deslizando luz de la calle, con el resto de la habitación a oscuras, sutilmente atravesada por unos pocos rayos de luna. Después empezaste a levantarte más seguido, a fumar más y más cigarros. El humo ya no era artístico, ahora era vicioso y sofocante. La habitación a oscuras dejó de ser un lugar seguro donde uno se sentía a salvo de ojos ajenos y empezó a ser un pozo donde estábamos completamente a la merced de nuestras propias miradas y recuerdos, tantas presencias (ausentes) sentadas a nuestro alrededor, tanto compañero muerto o difuminado en la incertidumbre, tanta herida sin costra, pura sangre aún pegajosa; los amigos que ya no veíamos, la familia. Esta tortuosa clandestinidad... Te convertiste en un espejo, y yo también. Quizás fueran nuestros egos, una lucha desigual, o no tanto, que no se soportaban más. La luna ya no salía, porque siempre anochecía con un manto de nubes. Estábamos preocupados, los nervios a flor de piel, el pánico brotándonos por los poros.
Tu voz ya no sonaba tan fresca y sensual, sino áspera, navegada por reproches y tensiones, una catarata sin final. Yo me hundía en un estado de impasibilidad absoluta, como si estuviera muy lejos y nada de lo que pudieras llegar a decir me importase. En un primer momento fue mi forma de no odiarte, de no atiborrarme de hartazgo y terminar a los gritos húmedos. Después le tomé el gusto y me encerraba en esa posición estatua, disfrutando de cómo te generaba impotencia y rabia hablarme y que mis ojos estuvieran vacíos de interés. No me acuerdo bien cuando fue la última vez que te amé apretadamente, un nudo de piernas y pieles y cabellos entrelazados. Sí me acuerdo que no fue de un día para el otro. Primero tu amargura agrietó tu cuerpo y tus ojos que ahora miraban entrecerrados, no soportando la totalidad de la luz del exterior, pero aún existía toda esa brasa que quemaba nuestros cuerpos desnudos. Poco a poco, fue paulatino el alejamiento, incluso diría que fue como un juego donde ninguno dio el brazo a torcer y se convirtió en una realidad angustiante. Y es que estábamos en la constante presión, mi amor. Ya no soportábamos la paranoia y la angustia de sabernos menos y rodeados y perseguidos, y no encontraste mejor forma de hacer catarsis que vertiendo en mí toda esa angustia que nos era tan propia a los dos.
Cuando te dije que te fueras, que ya no podíamos más compartir noches de humos y amarguras y reproches, porque ya no lo soportaba, apenas asentiste con tu cabeza, los ojos entornados como una sutil idea expirando. Asentiste así, imperceptiblemente y tomaste tu cartera, sin dirigirme una palabra, ni siquiera una mirada. Con el desdén más filoso, cerraste la puerta tras de vos y nunca más se abrió. Quedó así, cerrada y silenciosa. Esa puerta.
Hubiera deseado que no fuera la última vez que pude verte y olerte. Hubiera deseado bajar a la calle, dominar mi orgullo y mi hartazgo y tocar tus dedos, para pedirte calladamente que tomásemos un café y charlásemos, como antes, como siempre. Pero cómo es esta puta vida, las cosas no son como uno las hubiera deseado, sino simplemente como pasan. El coche te estaba esperando, porque sabían que vos salías todas las mañanas de la puerta, esa puerta que era mi cárcel o mi refugio. Vos salías tan fría, tan marchita, que ni siquiera te diste cuenta que te seguían, y cuando por fin lo sentiste, ya no había tiempo ni de llorar. Yo escuché el grito ahogado y el forcejeo, el golpe que te desmayó y la risa de los hijos de puta. Quise bajar, quise gritarte que me esperaras, que ahí iba con vos, que no te dejaba sola. Que no te dejaba sola... Quise decírtelo, que no estabas sola yéndote desmayada a un lugar ninguno, que nadie te iba a tocar ni un centímetro de tu divino cuerpo, pero cuando traté de salir, Rodolfo me lo impidió. Me gritó que no hiciera estupideces, que no había nada que se pudiera hacer y que él no podía permitirse perder dos compañeros si podía evitarlo; me encajó una trompada en la cara que me dejó tirado en el piso, llorando de impotencia y pánico, con el remordimiento masticando lento mis sienes.
Vos ya estabas en ese lugar ninguno, y yo con mi mente estaba en todos, buscándote. Solamente para decirte las palabras que me quedaron atragantadas como espasmos en la boca. Solamente para decirte que eras hermosa, así desnuda y parsimoniosa con tu cigarro y la luz de esa ventana. Solamente para decirte que nuestra rebeldía iba a permanecer entre las grietas de las baldosas salpicadas de carmesí; esas baldosas..., las que te contemplaron diluirte en incógnita.
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