miércoles, 7 de noviembre de 2012

Cuerdas


La cuerda fina, derramando su música, por las vetas entreveradas de la madera, se deshizo en sus manos. Como parafina derretida, simplemente cayó en ribetes, jirones de estridencias plateadas, destrozando las fronteras emocionales del músico.
Horas, días y años, puliendo la obra, y ahora ¿para qué? Era con esa cuerda. La tristeza lo inundó, como le pasaba últimamente. Aulló enloquecido, destrucción de una represa líquida, la mismísima esencia del llanto, despilfarrada por un montón de ojos ajenos. Los gigantes de su locura matinal, golpeando la puerta de su castillo, una fortaleza en el desierto desolado, oasis de la extensión visceral. La música de los dioses.
Cuánta putrefacción emana del centro, pensó, desesperado. Loco de rabia, la cuerda de su ímpetu musical, la inspiración de una conquista, la de la colina más alta. Las corcheas y negras, claves y pentagramas se desparramaron, alzaron vuelo cálido por un viento sufrido, un lamento desgarrador de las laderas montañosas del artista. ¿Dónde, de dónde, digo, cómo saco esta tristeza? Pesar, un peso impresionante sobre sus hombros, tanto que ni los cíclopes de viejas leyendas podrían soportar. Un peso que se dormía en su entrecejo y ahuyentaba la humanidad que impregnaba sus cuerdas.
Desesperado, arrancó de cuajo cuerdas, madera y clavijas, buscando la clave de la música, la vida misma, depositada en el tallo de su impotencia; por más que rebajó a astillas todo vestigio de su instrumento, no pudo diferenciar nada. Ni texturas ni colores, sonidos u olores. Todo era resinoso y vacío, las ruinas de una civilización magnífica, perdida en la soberbia de su propia historia.

Vacío de emoción, se llenó de aire; la respiración, primero angustiada, se fue calmando hasta aflorar en sus ojos con formas diamantinas, perfecto síntoma de su desesperación agotadora. Una corteza de lo que era se miró en el espejo, y su aspecto más abandonado lo miró largamente, casi un fantasma, traslúcido y etéreo.
Nunca, nunca la tristeza lo invadía tan fuerte. No sabía como sacársela de encima, no sabía como arrancar su luz del más profundo ser propio y hacerla brillar sobre su mirada. Loco de ira, borracho de oscuridad, estrelló su cabeza contra el espejo, violento. Un golpe, dos golpes, trizó todo lo que reflejaba su realidad destrozada. Se arrancó los ojos y la sangre fluyó violentamente por su cara hacia otros mundos. La nimiedad del acto lo sedujo tanto, que metódicamente destruyó todo aquello que amaba. Cada instrumento que poseía, que lo había transportado a otros lugares, por melodías que viajaban sideralmente, fue reducido a bellezas muertas, sin vida. Todas las plantas que había sabido amar, cuidar y respirar, amontonadas y deshojadas por los pisos de su casa. El suicidio del espíritu, cometió lenta y deliberadamente, despacio, seguro de lo que hacía. Desmembrado, una ventana sin montañas, abierta a hachazos en su ser. Agujero espacial en el tiempo invisible, la arruga de la vida, porosa y sinuosa. No supo qué más rebajar y romper. Toda su vida yacía ante sus pies, acumulada en montones sucios y terrosos, la obra de su vida hecha cuerda de parafina. Un acorde menor dibujando escalas en la locura invernal de su mente, deshecha de humanidad. Cuando nada lo pudo llenar de vacío empezó por su cuerpo, y mutilándose lentamente, alcanzó el dolor que te aleja del dolor, el que te vacía de emociones y te vigila desde lo profundo de tus propias cavernas.
Y mientras el músico destruía no solo lo que era, sino también lo que sentía, mientras se arrancaba centímetro a centímetro, tiras de piel, y mechones de pelos, una risa convulsionó desde su pecho, honda, psicópata y terrorífica.
El suicidio se llevó a cabo en la más perfecta sintonía con la locura. La mía, la del músico. Nuestra locura, la más asquerosa y podrida, que vertemos en cualquier lado con tal de que no nos contamine. Un espíritu desesperado vagando por lo más desolado de su propio ser. La desesperación de ser bote, y no tener puerto.

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