Estamos sentados, a una mesa. Una mesa con maderas, con briznas de pastos lejanos. Estamos sentados y nos miran, nos miramos. Nosotros, los otros, los ellos, los acá y los allá. Las dimensiones fundidas confunden. Los límites son difusos. Las personas también.
Estamos sentados, a una mesa. Una mesa donde un cadáver exquisito se revuelca en su último atisbo a este mundo, esta mesa. Porque el mundo es una mesa, donde nos miran, nos miramos. Nosotros y los otros.
Estamos sentados, a una mesa. Encendida, ardida de voces. Ardida de tizne y carbón ojeroso, nevada de hollín -nevazón anochecida, ausente de palidez invernal-, oscura en sus bordes, clara en su centro. La mesa, el tinte negro. El color del contraste, el cadáver exquisito, las briznas de esos pastos lejanos y nosotros y los otros, que nos miran y nos miramos.
Estamos sentados, a una mesa. La mesa, esta mesa, nuestra mesa; la comida está servida. Plato frío, de entrada. Plato suculento, aceitoso, rebosante de desigualdad y vapores de satíricas imágenes de historia viva. Cadenas y sogas, para condimentar. Mezcladas en la pimienta, las liendres de los esclavos hacinados; mezclada en el vino, la sangre de los caídos masacrados; mezcladas en el agua y la sal, las lágrimas de los no caídos, los que los cayeron carcomidos en culpa. Sí, porque sobrevivir también es eso: mezcla culpa con asqueroso alivio.
Estamos sentados, a una mesa. Vamos a cortar el costillar. Lo dividiremos en partes iguales. El jugo (en realidad es sangre, pero la ilusión es nuestra debilidad) manará del corte profundo y se escurrirá por la fuente hasta los labios de los pobres decrépitos que se acuchillan por una gota de nuestro resabio. Vamos a cortar ese costillar; lo dividiremos en partes iguales y se relamerán los pobres decrépitos con nuestro resabio. Y comeremos. Hasta el hastío, comeremos. Hasta vomitar nuestro exceso para seguir comiendo. Repetiremos una, dos, tres veces. Tres insultantes, tres asquerosas veces. Y sí.
Nos miran, nos miramos. Gordos, henchidos de placer de devorar sangres y carnes, lágrimas y liendres, ojos y cabellos de ángel. De ángel desnutrido.
Y sí, porque sobrevivir, es también eso... incomprensiblemente injusto.